Por Manuel Cadenas Mujica
A raíz de recientes casos difundidos mediáticamente –el de Martín Camino contra Micaela de Osma, el que denuncia Lorena Álvarez por parte de Juan Mendoza–, una confusión conceptual circula en la opinión pública y en las redes sociales acerca de la violencia doméstica, en especial aquella relacionada con la mujer. Adrede o por inercia social, se sostiene bajo distintos argumentos –unos más sofisticados que otros– que de algún modo la víctima de una agresión comparte algún grado de responsabilidad cuando no la denuncia a tiempo, la tolera o es incapaz de ponerle algún freno.
A semejantes afirmaciones se han sumado las de la propia presidenta de la Comisión de la Mujer del Congreso de la República, Maritza García, quien asegura haber escuchado de un psicólogo –a quien no identificó– señalar que puede haber un “agresor absolutamente sano” a quien la mujer lo “saque de contexto” al decirle que se va o confesarle su traición. “Esas palabras nunca deben ser usadas por una mujer, porque podrían sin querer queriendo exacerbar los ánimos de una persona normal”, aseguró la congresista.

De acuerdo con esta lógica, no sería posible disociar las agresiones objetivas y concretas de la “dinámica de violencia” física o verbal que se ha establecido en una relación “tóxica”. Se invita a mirarlas y entenderlas como “un solo hecho”. De ese modo, esa pasividad se convierte en una suerte de “alimento” para más agresiones, con lo cual la víctima resulta siendo un auspiciador de ellas, y el agresor acaba, de alguna manera, “perjudicado” también por esa falta de firmeza o de “prudencia”.
Aunque parezca mentira, eso se viene sosteniendo desde distintas voces, no solo la de la congresista García. Lo cual, además, recibe un segundo argumento “atenuante” cuando se insiste en descreditar a la víctima, más indirecta que directamente: ya que señalar que la agresión se justifica por “ofensas” –como el adulterio o cualquier otra, reales o imaginarias– resulta demasiado burdo, ha resultado mejor deslizarlo como una circunstancia que “suma a la dinámica” de violencia física o verbal de la que hemos hablado, a la que la víctima “contribuye” pasivamente.
No importa cuánto o cómo se dore la píldora en estos casos de violencia doméstica: tales argumentos resultan insostenibles desde el punto de vista ético o legal.
Providencialmente, en estos días, observé la pegatina que algunas líneas formalizadas tras la aparición de las “rutas azules” han colocado en sus ventanas para advertir a los usuarios acerca del modo estricto cómo acatarán la disposición de la autoridad sobre dónde deben parar y dónde no. Reza así: “Este bus solo se detendrá en los paraderos autorizados. Evite que el chofer sea multado”. Se entiende que el intento de la frase es motivar a los pasajeros para que no insistan en que los buses paren donde les venga en gana, pero es claro que más allá de ese propósito, los pasajeros jamás evitarán o no que un chofer sea multado por esa razón, pues el único que tiene el pie en el freno y la mano en el control de la puerta es el propio conductor.
De igual modo, no importa cuánto o cómo se dore la píldora en estos casos de violencia doméstica: tales argumentos resultan insostenibles desde el punto de vista ético o legal. La congresista Maritza García, en un intento por reparar lo irreparable, ha citado la figura de los homicidios realizados por emoción violenta, contemplados en el Código Penal. “Son precisamente generados por ese contexto y la coyuntura en la que se desenvuelve el agente del delito frente a su víctima”, dice. Pero olvida que establecer un atenuante de estos casos no significa de ninguna manera que se descargue ningún grado de responsabilidad en la víctima; solamente reconoce cierta incapacidad en el manejo del descontrol por parte del agresor.
En un contexto de violencia en el hogar, que se expresa dramáticamente en cifras crecientes de feminicidios y tentativas (en 2016 crecieron 13 por ciento), pero que también incluye otras formas como las de padres hacia hijos y viceversa (recordemos el reciente caso del excongresista Daniel Mora), lo que se debe combatir con firmeza desde el discurso del Estado, en todos los niveles del sistema educativo y desde los medios de comunicación, es cualquier forma de justificación a las agresiones, sobre todo aquella que por su disimulo se convierte en un ataque más, en una forma doblemente perversa de castigar nuevamente a la víctima.