Sin cuartel porque uno de los grandes azuzadores de la contienda política desde galerías, el excongresista Daniel Abugattas, ya señaló que, como van las cosas, no sorprendería que en cualquier momento se pronuncien las instituciones armadas para poner orden en tanto caos.
Felizmente que no es así. Nadie lo desea –y parece improbable– por supuesto, porque es tiempo que Perú solucione las crisis democráticas en democracia, es decir, valiéndose de los mecanismos legales del Estado de derecho. Sin embargo, es lícito preguntarse si tal como se presenta el escenario, eso sería posible.
Desde que se supo que el presidente de la República no tendría el respaldo de una mayoría parlamentaria oficialista, sino aun peor, enfrentaría una mayoría parlamentaria de oposición, se previó un clima político frecuentemente crispado y que le tocaría remar cuesta arriba durante cinco años. El consuelo, se pensaba, sería el establecimiento de un equilibrio de poderes sin precedentes que obligaría a practicar el diálogo para el consenso, so riesgo de no caminar ni para atrás ni para adelante.
Vanas ilusiones. Eso solo habría sido posible en un sistema democrático de raíces profundas y maduro. Ya la actitud de Keiko Fujimori al perder la elección avizoraba la puesta en escena de la tragedia griega que hoy presenciamos, y que ha dejado al desnudo las debilidades de la institucionalidad democrática en el Perú.
El destape de la corrupción generalizada por el caso Odebrecht ha sido el catalizador que elevó la situación a un estatus que en otros momentos de la República no habría pasado de un drama efímero.
Ante nuestros ojos el “sálvese quien pueda” ha llegado a niveles de irresponsabilidad impredecibles.
El destape de la corrupción generalizada por el caso Odebrecht ha sido el catalizador que elevó la situación a un estatus en otros momentos de la República no habría sido pasado de un drama pasajero.
Con una mirada cortoplacista, el enfrentamiento de estos dos poderes del Estado expresados en dos procesos de vacancia presidencial por incapacidad moral permanente por parte del Parlamento versus una cuestión de confianza por parte del Ejecutivo con miras a poner en jaque al Congreso de la República, resultan anecdóticos. Pero observados en perspectiva nos ubican en la médula de la precariedad institucional del país.
Por un lado, el Parlamento abusa de sus atribuciones para interpretar y aplicar una figura jurídica como es la “incapacidad moral permanente” de manera arbitraria y ajena a su verdadero sentido; por otra, el presidente de la República utiliza una prerrogativa constitucional tan delicada como el indulto y gracia presidencial en un caso tan polémico como el de Alberto Fujimori para negociar un frágil salvataje político a cualquier costo, en medio de procedimientos oscuros y bajo razones dudosas.
Pero no queda ahí: evidentemente la Fiscalía de la Nación, el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional han elegido ponerse de lado del Ejecutivo en esta guerra sin cuartel; es notorio que todos los procedimientos en sus materias están dirigidos a salvaguardar al mandatario de cualquier investigación eficaz, y a sus eventuales aliados políticos. Además de la lentitud con que camina el proceso de extradición de Alejandro Toledo, hasta el momento, ninguna de las preguntas fiscales a Jorge Barata se ha encaminado hacia PPK.
En contrapartida, el Congreso viene trabajando desde sus fueros un blindaje jurídico que recuerda la “interpretación auténtica” de los años noventa: vía su propio reglamento ha cercenado los derechos parlamentarios de quienes se alejan de su agrupación política original con claro propósito de neutralizar sus propias bajas; por el mismo mecanismo ahora realiza una verdadera reforma constitucional que desnaturaliza el propósito de equilibrio de poderes del artículo 133 y en la práctica bloquea al presidente actual la facultad de disolver el Parlamento que le otorga el artículo 134.
Pero no hay guerra sin bajas y sin un enorme costo, con cuarteles o sin ellos.
Herida de gravedad se encuentra la institucionalidad democrática y con ella también el modelo político-económico que por primera vez en toda la historia republicana había ofrecido al país la posibilidad de crecimiento real y prosperidad en todos los ámbitos. Es un precio muy alto el que nos empujan a pagar estos irresponsables actores políticos que nos gobiernan.
Herida de gravedad se encuentra la institucionalidad democrática y con ella también el modelo político-económico que por primera vez en toda la historia republicana había ofrecido al país la posibilidad de crecimiento real y prosperidad en todos los ámbitos.
Porque ya merodean ahora los gallinazos sin plumas, que apuran el paso para que se identifique la actual crisis política –derivada de la corrupción, una mala praxis gubernamental y vacíos legales no resueltos oportuna y apropiadamente– con un fracaso del modelo de liberalización de la economía, para desempolvar consignas trasnochadas que ya nos arruinaron en el pasado reciente, como si un cambio hacia un modelo de controlismo estatal fuese el nuevo Perú que necesitamos.
Ese es, más bien, el Viejo Perú que los Mendoza, Dammert, Glave, Santos y Arana quieren hacer pasar como nuevo.
Ojalá en los próximos procesos electorales el Perú tenga la sensatez de desoír esos cantos de sirena, con la mirada atenta en una Venezuela que se desmorona en medio de la miseria provocada por el modelo controlista, y una Cuba que después de 60 años de fracasos consecutivos busca liberarse al fin de las nefastas políticas del estatismo comunista.
El nuevo Perú que necesitamos es el de una democracia más sólida que cierre el camino a chantajes políticos como los que estamos viviendo al realizar urgentes reformas constitucionales de los mecanismos de control político, y un mercado más libre, que abra las puertas al capitalismo de abajo, el de los emprendedores, no el de los amigotes.