Debemos comulgar en un solo punto y por una sola razón con las posiciones de las izquierdas socialistas cuando se refieren a las tendencias que se presentan en la sociedad una vez que los Estados son despojados –en mayor o menor escala– de sus monopolios a fin de forjar un modelo económico de mayor libertad de mercado: surgen casi de inmediato los oligopolios privados a establecer condiciones que pueden alejar a la población de los beneficios del crecimiento.

 

Ningún ejemplo más claro de ello que el de la industria farmacéutica en el Perú y la reciente fusión de cadenas farmacias a manos de la poderosa Intercorp, a falta de una legislación que cierre el paso a los monopolios de todo tipo.

Pero no se emocione el comunismo en cualquiera de sus facetas si supone que esa admisión significa, en modo alguno, una puerta abierta para creer que el retorno a los monopolios estatales y controles de precios sea la cura mágica solo porque lleguen revestidos de “buenas intenciones”.

Ningún ejemplo más claro de eso que el régimen filocomunista de Nicolás Maduro. La diferencia entre uno y otro estriba en que en el Perú hay medicinas disponibles pero los precios podrían alejarse más de los bolsillos populares, mientras en Venezuela crecen los mercados negros farmacéuticos porque los controles estatales han hecho imposible la disponibilidad de medicinas.

 

Debe insistirse una y otra vez que el modelo económico del Perú no es de una economía plenamente libre, debidamente regulada por un Estado responsable y honesto, en que se promueve el emprendimiento y la iniciativa privada, el “capitalismo de abajo”. Es más bien una economía mercantilista que sigue preservando las antiguas estructuras coloniales heredadas por la República, que mantienen al margen de protagonismo económico–social a su verdadero motor económico –el sector informal–, para mantener los privilegios de un puñado de grandes corporaciones, en contubernio con ese Estado.

Las fuerzas comunistas del país pretenden convencer a la población de que basta con desplazar a los administradores de ese Estado –y reemplazarlos, obviamente, por una nueva burocracia “progresista”, como los “boliburgueses” venezolanos o las juventudes kirchneristas–, así como recuperar y fortalecer los monopolios estatales mediante una nueva Constitución, para forjar una sociedad “más justa”.

Pero sabemos que esa fórmula ha fracasado en cuanta latitud se ha implantado. Que más bien allí donde se han aplicado dosis de libertad e inclusión económica y social es donde han florecido las sociedades y han empezado a disfrutar de mayor prosperidad. Incluso si se hace de manera muy imperfecta y limitada, como ocurre en el Perú desde 1990, se puede recuperar la estabilidad monetaria, alejar el fantasma de la inflación (que es el principal enemigo de la economía popular) y generar oportunidades de emprendimiento y crecimiento.

No es el camino, pues, pensar en estos momentos en un retorno a los monopolios estatales o controles de precios, sino –como reclaman las voces más sensatas– de ajustar las reglas de juego para evitar que los monopolios u oligopolios privados frenen no solo la libre competencia empresarial sino, sobre todo, priven de una verdadera libertad de mercado a los ciudadanos en una materia tan delicada como es su salud.

Imposible ignorar el poder de que gozan los sectores financieros involucrados en estas jugadas corporativas y de la industria farmacéutica que alquila conciencias en todo el mundo. Si alguna fuerza tiene la sociedad civil, el periodismo ciudadano y la mass media ha de ser para empujar con vehemencia estas causas en que se cierren el paso a los que pretenden convertir el libre mercado en una jungla elegante y la salud en mera mercancía.

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