La tentación del controlismo acecha a cada paso la realidad peruana como un remedio peor que la enfermedad. Allí donde existe una real o aparente situación de desigualdad, monopolio o posición dominante en el mercado, asoman los cantos de sirena de quienes venden la intervención del Estado como la cura de todos los males.
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Es lo que acaba de ocurrir, por ejemplo, con la decisión del Indecopi que ordena a dos cadenas de cines: Cinemark y Cineplanet, a levantar la prohibición que impide al público llevar alimentos a las salas.
A simple vista, y hasta cierto punto, lo que el organismo regulador ha decretado parece una reivindicación justa para el consumidor. Pero la línea divisoria entre la regulación y el controlismo ha sido abierta y peligrosamente rebasada.
La argumentación que ha recogido señala que “la infracción detectada en el presente caso es grave, toda vez que constituye una cláusula abusiva que va en contra de las exigencias de la buena fe, restringiendo el derecho de los consumidores de poder adquirir los productos que mejor le parezcan en el lugar que determine libremente”.

La pregunta preliminar en este caso sería, ¿y acaso los cines están prohibiendo a los consumidores adquirir esos productos? Y la respuesta cae de madura: no. Lo que les prohíbe es ingresar y consumir estos productos dentro de su propiedad. Más o menos como lo que se hace en los aeropuertos una vez se ingresa en las salas de embarque.
Ahora bien, aunque la resolución despeja las dudas y circunscribe esta “libre determinación” a productos de las mismas características que las expendidas por la propia cadena, no deja de ser incongruente con los principios jurídicos que dice proteger.
Si el “principio” que invoca Indecopi se aplicase a otros negocios, ciertamente se pondría en peligro el sentido mismo del libre mercado. Si, por ejemplo, un comensal reclamase poder ingresar a un restaurante –Central, para ser extremos– con su taper de comida, señalando que el precio de la carta es demasiado caro y le impide su libre elección, la restauración quedaría arruinada. ¡Pobre Mejor Restaurante de América Latina!

Lo mismo si en un bar un cliente llevase en el bolso su propio vodka, ron o pisco, y pidiese que se le prepare un coctel con su botella porque la del establecimiento no es de la calidad o precio que requiere, este negocio dejaría de tener utilidad y razón de existencia.
Y así podríamos extender la aplicación de este “principio” en todos sus extremos a toda clase de empresas de productos o servicios, con los desastrosos resultados que se pueden prever.
Lo terrible del caso, es que este ejercicio hipotético ya está siendo considerado por los genios del Indecopi. Es realmente de película.
En el fondo, lo que se tiene en frente es una mutación del viejo afán controlista del Estado del que hemos adolecido durante toda nuestra era colonial y republicana. El antiguo desvarío estatista con el que tan cómodos se siente toda la progresía filocomunista del país. El desquicio que sueña con evitar la inflación vía decreto, como quien detiene una ola con las manos.
Esta visión simplista se caracteriza por una completa ignorancia de cómo se sostienen las empresas. Es natural: quienes nunca han hecho emprendimiento, sino que viven del erario y dedican su existencia a inventar nuevas formas de complicar la vida a los privados, creen que los cines se sustentan únicamente de la exhibición de películas. Así de básicos son.
Hace un par de décadas, el negocio del cine estaba quebrado, gracias entre otras cosas al controlismo estatal que lo entregó a las mafias de revendedores y lo confinó al envejecimiento y deterioro irreversibles.
Las cadenas que hicieron resucitar este rubro del entretenimiento trajeron la experiencia de otros países en los que lograron consolidar un esquema de sostenibilidad en que la dinámica es integral: toda la oferta suma, la más alta rentabilidad de ciertos productos (merchandising, golosinas, bebidas, snacks, etcétera) permite mantener la misma calidad de servicio sin que el precio de las entradas lleve todo el peso encima y aleje a los cinemeros.
Si no, ¿cómo existirían días con entradas a mitad de precio, precios de adulto mayor o de menores, que hacen accesible este entretenimiento a un público con menos recursos, o campañas como el Día del Cine, entre otras modalidades promocionales que bien podrían calificar de “sociales”?

Nada de eso entienden los controlistas, encerrados en sus criterios arcaicos. Así hemos leído a una funcionaria del ente regulador decir, con candidez –o cinismo–, que “Indecopi no está estableciendo precios ni está estableciendo tarifarios a los consumidores, sino que está estableciendo que el consumidor tiene la libertad de adquirir el producto donde considere que se adecue mejor a tus necesidades y posibilidades”.
Siempre que el Estado mete su manota controlista, el perjudicado es el consumidor. Porque de acuerdo con lo que decreta Indecopi, no hay un asunto de salud o bienestar del ciudadano de por medio: solo de precio. Ni de libre elección tampoco, porque además que como vimos nadie les impide comprar, ¿alguien cree que los cines no sabían que cuando el consumidor quería ingresar un producto camuflado, lo hacía de todos modos?
Lo que ocurrirá indefectiblemente, si las apelaciones no fructifican, es que los costos terminen cargándose a los boletos, lo cual a su vez alejará del consumidor la posibilidad de elegir este entretenimiento, el precio lo alejará de quienes tienen menos recursos.
Como se puede ver, aquí no habrá ninguna función benéfica. Esta será pronto una película de terror.
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