Se dice que nunca es tarde para hacer el bien, pero por si no lo ha notado el presidente de la República (y en general el ciudadano peruano que reclama contra una democracia débil y propicia para los intereses particulares, nunca los generales), la actual representación nacional ya viene realizando reformas constitucionales en materias como la electoral que el mandatario piensa proponer, solo que este Congreso no lo hace a través de la puerta –los mecanismos explícitos que la Carta Magna de 1993 establece para eso–, sino por la ventana, vía reglamentos y leyes de segundo orden.
Martín Vizcarra palpa bien el talante de la Nación respecto de la necesidad de realizar ajustes a la Ley de leyes para que responda a sus legítimas expectativas. Sin embargo, apenas roza la superficie cuando cree que el camino va por aspectos meramente formales como la bicameralidad o la eliminación del voto preferencial. Ni siquiera propuestas más radicales, como la que circula recogiendo firmas que permitan plantear el levantamiento de la inmunidad parlamentaria, son lo suficientemente contundentes como para marcar la diferencia frente a un sistema político completamente viciado.
La mejor prueba de esto es precisamente la vía que ha elegido la convivencia aprofujimorista en la que el régimen de Martín Vizcarra se sostiene hoy. Un contubernio que aprovecha la crisis institucional precariamente conjurada por el sucesor de PPK para movilizar las reglas del juego político y consolidar esa cohabitación durante largo tiempo. Sin ninguna vergüenza, el APRA y Fuerza Popular aplican toda suerte de candados para que, en los escenarios electorales cercanos, sigan siendo ellos y solo ellos quienes administren el país, dejando fuera en cualquier elección local, regional y ahora nacional, a cualquier contrincante.

Provoca aplaudir porque así se puede poner freno a la ambición insana de los sectores radicales que, desde la otra orilla, salivan con la idea de hacerse del poder como los Ortega en Nicaragua o Maduro en Venezuela, que nadie se engañe. Pero la verdad, los caminos ilegítimos llevan siempre a callejones sin salida, como le ocurrió al APRA en el lustro 1985–1990, y al fujimorismo después de 1992. Estos candados con los que aseguran su hegemonía en un Parlamento que ha roto el equilibrio de poderes serán los que, a su vez, cierren el paso también a cualquier posibilidad de que el país se reconcilie consigo mismo.
Primero fue la modificación del reglamento parlamentario con que se mediatiza el ejercicio de la conciencia política de los congresistas elegidos por la votación popular, convirtiéndolos en papagayos que deben alinearse siempre a los mandatos de la mayoría so pena del aislamiento. Luego la reforma electoral que cierra el paso a la democracia elemental de los movimientos vecinales, que ya no pueden participar de las elecciones municipales. Más tarde llegó la propuesta que cercena la posibilidad de que el Ejecutivo use la cuestión de confianza como una defensa para no ser arrinconado por el Parlamento. Ahora, llega la iniciativa para que solo los militantes de los partidos políticos participen en las elecciones generales.
En todos los casos, como se puede observar, la consigna es otorgar el máximo poder posible a los partidos políticos existentes, en especial a la convivencia aprofujimorista. Los demás son convidados de piedra. Y la premisa que subyace en esa estrategia es identificar debilidad institucional con “demasiada democracia”, como si las raíces de la corrupción, la ineficacia, la indolencia e indiferencia del Estado en el ejercicio de sus deberes no se hundieran en el terreno precisamente de esos partidos. Como si su ambición desmedida, su mirada mezquina en la conducción del país, su egoísmo y su falta de visión no fuesen el abono de la decadencia política que vivimos ya varias décadas.
No, no se piense que la cura vendrá del propio organismo enfermo cuando el mal es autoinmune. No se crea que en estos casos el paliativo de innovaciones de forma, pero no de fondo, harán ninguna diferencia. Ya es muy tarde. El mal ha hecho metástasis. Lo que se requiere es repensar el sistema democrático que tenemos, replantear el país desde distintas ópticas con un pie en el futuro. Nuestros males no son económicos –somos un país hecho para la prosperidad y el emprendimiento, para la iniciativa privada que surge desde abajo– sino políticos, en el más profundo sentido ético y filosófico. Somos un Estado mal concebido, que necesita transparencia radical, gobierno electrónico, cambio en los ejes jurídicos y políticos.
¿Estará Martín Vizcarra a la altura de ese desafío? No se culpe a nadie de dudarlo. Pero tampoco de esperarlo. Ojalá escuche la voz de la historia.
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