Refiriéndose a la realidad europea, el filósofo español Fernando Savater aseguró en una entrevista hace un par de años que lo que hacía falta al Viejo Continente no eran definiciones éticas, sino políticas; qué clase de sociedad anhelaban ser. Pero esa es Europa. Porque a pesar que las distancias se han acortado sideralmente desde que Haya de la Torre esbozó su teoría de inspiración einsteniana del espacio—tiempo—histórico, lo cierto es que América Latina sigue su evolución a un ritmo distinto. Aquí, como se va comprobando con el reciente destape de los audios que desnudan la podredumbre del sistema judicial y político peruano, lo que urge son definiciones éticas antes que políticas. Qué clase de individuos seremos en esta sociedad.
Lo ético (el arte del buen vivir), recuerda Savater, se desenvuelve en el territorio de los individuos, mientras lo político en el escenario colectivo. Por eso mismo, lo ético establece una demanda mucho mayor, más alta si se quiere, relacionada con la construcción de un carácter. Desarrollo de una conducta reflexiva, pensamiento crítico, hábitos de disciplina personal. Tareas interiores que se conducen hacia el ejercicio de la responsabilidad individual que no requiera las muletas de la mirada ajena, cámaras ocultas o grabaciones de audio; adultez emocional que no terceriza culpas sino que sopesa las propias decisiones, que asume deberes con tanta vehemencia como exige derechos.
Lo ético… el ejercicio de la responsabilidad individual que no requiera las muletas de la mirada ajena, cámaras ocultas o grabaciones de audio.
Lo político (entendido en su antigua acepción: el arte del buen gobierno), en cambio, es el paso siguiente. A la autonomía sigue la interdependencia. Cuando el individuo es plenamente capaz de ser un ciudadano ético, puede pasar a ser un ciudadano político. Sin embargo, en nuestras realidades latinoamericanas, los individuos han querido eludir ese paso a la garrocha y los resultados saltan a la vista. Por eso, en situaciones como las que vive el Perú con el escándalo político—judicial conocido como los CNM Audios, la tendencia vuelve a ser poner el foco de atención en lo político antes que en lo ético, atribuyendo a una u otra secta partidaria el origen de la corrupción. El audio del juez San Martín —como anteriormente los destapes sobre Alejandro Toledo, otrora líder anticorrupción— ha echado por tierra ese maniqueísmo.
Son precisamente los jueces y algunos políticos implicados quienes —sin proponérselo— en su intento por salvar el pellejo han confirmado lo que venimos diciendo: a cada acusación, sin excepción, todos han respondido ante la opinión pública que sus acciones pueden constituir faltas éticas más no delitos. Que ese desprecio por lo ético provenga de encumbrados personajes que conducen los destinos del país no hace sino explicar por qué el Perú sigue siendo un organismo enfermo, que en donde se pone el dedo brote el pus. En la inmensidad de su inmadurez ciudadana estas autoridades suponen que cometer faltas éticas y aceptarlas es menos grave que cometer ilícitos penales. Esa es la verdadera tragedia.
En la inmensidad de su inmadurez ciudadana estas autoridades suponen que cometer faltas éticas y aceptarlas es menos grave que cometer ilícitos penales. Esa es la verdadera tragedia.
Algunos –como estos jueces y políticos– confunden ética y moral, por eso creen minimizar sus acciones al considerarlas “nada más fallas éticas”. Pero la reacción de la ciudadanía responsable frente a estas revelaciones no es un mero escandalete moralistón que se enfrenta apelando a leguleyadas. Es más bien la conciencia de que estos actos afectan profundamente la confianza en las instituciones de Estado, socavan la institucionalidad, y son inaceptables en una sociedad democrática, al margen de si constituyen delitos o no. Es la convicción de que la cultura del disimulo y el contubernio, de la criollada llevada a su máxima expresión por los propios jueces supremos y congresistas, es una cultura antiética y por tanto antidemocrática.
Por eso, lo que necesitamos en el Perú –y en América Latina– es una revolución ética. Sin ella, ningún discurso político, por seductor que parezca, será viable.