A decir verdad, no es fácil para ningún peruano que intente pensar en el bien del país antes que en su particular consigna política, partidaria o hepática, tomar posición en el actual escenario nacional. A cada paso, con cada decisión, a la luz de cada movimiento, se recomponen los pensamientos y las interpretaciones; por tanto, se obliga a la razón a no apresurar las inferencias ni trazar sobre la arena una línea divisoria entre buenos y malos, porque no es esta una telenovela mexicana, aunque lo parezca.
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Cada quien lleva puesto, inevitablemente, un lente político desde el cual juzga los acontecimientos. Desde tal óptica, unos resultarán siempre los rufianes y otros los héroes. De un lado estará siempre la cordura y la dignidad; del otro, la corrupción y el descaro. Desde la perspectiva de la necesidad de acción, es incluso indispensable que tales posiciones irreconciliables se manifiesten y desarrollen, pues de lo contrario se paralizaría la dinámica de las sociedades, sería imposible gobernar.
Sin embargo, este maniqueísmo político tiene consecuencias nefastas a la luz de la historia reciente, pues llega a enceguecer el entendimiento y a encaprichar la voluntad. Un ejemplo muy simple se puede desprender del llamado a un retorno de la bicameralidad, que hoy se erige como la panacea a todos los males parlamentarios: ayer (1992) se le atribuía más bien el origen de una ineficacia pachorrienta y parlanchina, al ojo popular resultaba el símbolo de un Congreso de espaldas a la realidad nacional.
ayer (1992) se atribuía a la bicameralidad el origen de una ineficacia pachorrienta y parlanchina.
No está mal que la Nación aprenda de las experiencias pasadas, si ese fuera el caso al solicitarse el retorno a esta conformación del Parlamento. Lo que se teme es que sea únicamente la manifestación de un estado del ánimo colectivo, otro berrinche más, alentado por fuerzas que intentan medrar en este desaguisado que se vive desde el proceso de vacancia y la aparición de los audios que involucrarían también a congresistas con la corrupción en el Poder Judicial y el Ministerio Público.

Es difícil no congeniar con la decisión de llevar a consulta pública reformas en la administración de justicia y en los controles políticos. Nada mejor que buscar la sanción del soberano en la manera cómo desea que se diseñe su destino. No obstante, tampoco son descabelladas las objeciones que se hacen a la elección de prioridades por parte del presidente Vizcarra, si estas responden verdaderamente a un designio razonado o se formulan a partir de un efectismo que esconde otra agenda, como un caballo de Troya.
En ese sentido, la mayoría fujimorista contribuye poco o nada a serenar los espíritus para leer entrelíneas. Su inocultable inclinación al autoritarismo, su estilo cachacote y escaso, su alineamiento servil y monocorde al cálculo bilioso de su lideresa, su componenda cínica con el Ministerio Público, no hacen sino cortar todos los puentes, quemar todas las naves, impedir cualquier entendimiento con otros sectores; salvo en los mutuos intereses, como ha sido el caso de la comisión Lava Jato y el aprismo.
tampoco son descabelladas las objeciones que se hacen a la elección de prioridades por parte del presidente Vizcarra.
Aliado con un conservadurismo rancio, ha entablado una guerra sin cuartel contra todo lo que señale la necesidad de revisar las bases de una institucionalidad en crisis. Bajo el mote de “caviar” ha alejado incluso a quienes coinciden en que se requiere sostener el modelo económico y que también rechazan cualquier intento por endulzar lo que fue la guerra contra el terrorismo, pero que no por ello dejan de comprender la necesidad de castigar los abusos en esa etapa y de proteger los derechos de las minorías.
Sin posiciones recalcitrantes, a esta hora el fujimorismo podría contar con la prudencia de quienes sospechan que efectivamente bajo el manto de la consulta popular y la reforma judicial y política desean distraer la atención para dejar impune su participación en tres lustros de corrupción patrocinada por Odebrecht. Pero dados a elegir entre cerrar el paso a tales sinvergüenzas y obstruir la atención de las demandas colectivas, seguramente se preferirá evitar lo segundo con la esperanza de conquistar un mejor escenario.

No es fácil tomar una posición razonable en estas circunstancias. Quien se incline –con reservas o no– por el referéndum será sinónimo de títere de Odebrecht y las fuerzas caviares, predicador de la “ideología de género”, un irresponsable. Quien respalde las reservas del fujimorismo sobre las intenciones de cambiar las reglas de juego y preparar el terreno para los populismos de izquierda, será un corrupto de cuello blanco, un aliado de los hermanitos. Imposibles las zonas intermedias, los escrúpulos razonables en cualquier sentido.
Frente a ello, se lo haya propuesto o no, la decisión de Martín Vizcarra de presionar al Parlamento con la cuestión de confianza para que revise sus propuestas y convoque a referéndum permite al menos romper el estancamiento asfixiante, y pasar a una etapa en que se deba llegar a algún entendimiento; a cualquiera, al que se ponga más a la mano. Cual sea el desenlace, no hay forma de preverlo, pero la termocefalia de uno y otro lado no permiten avizorar un horizonte muy prometedor para nadie.
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