La figura de la disolución del Congreso de la República no debe ser invocada en vano, por el bien de la democracia. Con los ánimos serenos, toca recordar que a nadie conviene un hipotético escenario de ese tipo. La continuidad institucional es un bien que, a estas alturas de la inestabilidad política que vive el país, es necesario preservar con mucho esmero.
Sin embargo, eso requiere una serie de condiciones. La primera de ellas, que las instituciones cumplan con sus compromisos constitucionales. En ese sentido, cuarenta días han sido más que suficientes para que el Parlamento nacional atienda una emergencia a solicitud del presidente de la República.
cuarenta días han sido más que suficientes para que el Parlamento nacional atienda una emergencia a solicitud del presidente de la República.
Se puede comprender que los procedimientos parlamentarios tengan un curso regular, que los proyectos deban ir a comisiones, que se requiera un análisis adicional, votaciones, consensos. Pero en un escenario en que muchas leyes son debatidas y aprobadas en tiempo récord, literalmente entre gallos y medianoche, exonerándolas de debate, cuarenta días resulta ofensivo para la expectativa ciudadana.
La emergencia en los controles judiciales y políticos del país no es asunto menor que pasar a consulta ambulatoria: es un traumatismo severo que atender con toda la prisa necesaria, directamente a sala de cirugías. En tales circunstancias, una demora puede ser fatal.
en un escenario en que muchas leyes son debatidas y aprobadas en tiempo récord, literalmente entre gallos y medianoche, exonerándolas de debate, cuarenta días resulta ofensivo para la expectativa ciudadana.
Por eso, la pachorra con que se han venido tramitando las solicitudes presidenciales enciende todas las alertas. Que están mal elaboradas, que no son sustanciales, que hay que adicionarle otras consultas, que es falso que a la población les interese, que no hay por qué apurarse, que pueden esperar hasta 2021.
Ello, sumado al evidente juego en pared entre la mayoría parlamentaria y el cuestionado fiscal de la Nación, el modo escandaloso en que se excluyen a implicados de las investigaciones o se dilata la destitución del magistrado sobre quien pesa la mayor cantidad de evidencias de corrupción, permite comprender la extrema decisión tomada hoy por el mandatario.
A Martín Vizcarra se le puede atribuir populismo en sus decisiones, cierta errática parsimonia. Incluso, hay quienes le enrostran haber llegado a la presidencia “por la ventana”, como si no hubiese sido votado en la plancha presidencial con los mismos votos que PPK y como si los procedimientos que establece la Constitución para la sucesión presidencial no establecieran la absoluta legitimidad de su mandato, equivalente a la de su antecesor. Pero en este caso, ha echado mano de los recursos que le brinda la ley.
La mayoría parlamentaria mantiene un juego peligroso al respecto, que no escucha argumentos, que subordina la agenda del país a la agenda de su partido. O, mejor dicho, de su líder Keiko Fujimori.
La mayoría parlamentaria mantiene un juego peligroso al respecto, que no escucha argumentos, que subordina la agenda del país a la agenda de su partido. O, mejor dicho, de su líder Keiko Fujimori. Se deja arrastrar a su ruleta rusa y sube la apuesta temerariamente.
La figura de la disolución del Congreso no debe ser invocada en vano, por el bien de la democracia. Mejor disolver las trabas que se han puesto en el camino del referéndum, entrar en razón, recuperar la cordura. Serenar los ánimos y recordar que a nadie conviene un hipotético escenario de ese tipo. Mucho menos a quienes mantienen alguna expectativa para 2021: hasta la minoría aprista lo ha entendido. Vizcarra no tiene nada que perder; al fin y al cabo, él está fuera de ese cálculo.