Crónica de Bruno Ortecho
A orillas del colapso general. Sus pupilas se encontraban en el punto máximo de dilatación. El músculo que rodea sus ojos por la parte inferior enrojecía con una intensidad fuera de lo común. Su piel tomó un matiz pálido; parecía un cadáver fresco.
Mi enamorada había vomitado unas catorce veces durante el día; sin embargo, no presentaba signos de calentura. Cuando devolvía por la boca hasta el agua que ingería para al menos hidratar su quebradizo cuerpo y sentía que su resentido estómago estaba a punto de darse por vencido ante tamaño esfuerzo, decidimos acudir en busca de ayuda a sala de emergencias del hospital más cercano.
Tampoco tenía muchas opciones; su seguro médico –como el de muchos peruanos– solo cubre lo básico: atención gratuita para situaciones complicadas en EsSalud.
Ya había acudido en otras ocasiones a varios de sus lúgubres recintos para obtener diagnósticos –errados en muchos casos– en sus consultas ambulatorias. Eso sí, para conversar finalmente con los especialistas debía esperar un mes aproximadamente. No se hacía problemas, al fin y al cabo –se dijo– debe haber personas en la lista de espera pasando por escenarios más siniestros que el suyo.
Tampoco tenía muchas opciones; su seguro médico –como el de muchos peruanos– solo cubre lo básico: atención gratuita para situaciones complicadas en EsSalud.
Esta era la primera vez que acudía al área de emergencias en una situación que, francamente, la tenía al borde del desmayo y la ponía en condición de estropajo.
Eran casi las once de la noche y, por suerte –tras la imposibilidad de coordinar ideas por la pérdida de lucidez que su malestar generaba– cargaba consigo su documento de identidad que le obligaron –sí, pese a que no es indispensable ya– a presentar en la entrada del hospital Rebagliati de Jesús María.
Al ingresar con ella, quedé sorprendido por la reciente mejora de la infraestructura; la fachada y las salas de espera se veían muy modernas y organizadas. Pero mi sorpresa acabó cuando la atención a su urgente molestia comenzó a demorar. Un solo operador atendía en primera instancia los alarmantes pedidos de casi cincuenta personas que, impacientes, esperaban un diagnóstico para la desgracia que los aquejaba un martes a la medianoche.
Recibimos un ticket; había que esperar.
– ¿Esperar? –preguntó–. ¿A cuántos más?
– No lo sé, pero aproximadamente te llamarán en treinta minutos –fue la respuesta que obtuvimos del encargado de atención al usuario. No teníamos otra alternativa–.
Durante ese tiempo, su aflicción comenzó a ser más intensa. Caminamos por los alrededores de la sala de espera porque, de otra manera, el dolor incrementaba. Veíamos rostros que no imaginamos encontrar aquella noche: miradas sin dirección, ojeras enormes que encarnaban la fatiga, rostros demacrados en señal de preocupación ajena; la enfermedad y la muerte paradas frente a nosotros amenazando con un brutal ataque.
La media hora terminó siendo una hora completa. Fue tiempo suficiente para que el inodoro del baño albergara dos o tres vómitos nuevos. La espera se tornó insoportable y nos sumamos a varias personas que aguardaban por su llamada cerca de la puerta de ingreso a las diferentes áreas de atención. Intentaban ganarse la piedad del equipo de seguridad –compuesto por tres guachimanes– para apurar su atención.
La voluntad de sus piernas por soportar el endeble estado iba tomando escalas heroicas, hasta que a las doce de la noche escuchamos su nombre por el altoparlante. Los guachimanes nos dieron paso y nos dirigimos al ritmo de su arrastrado paso hacia el tópico de medicina para ser atendidos por un doctor que rápidamente ordenó colocarle un suero e inyectarle algunas medicinas. Su cuerpo estaba siendo víctima de una intoxicación producto de una reacción inesperada de alguna pastilla antinflamatoria. Pero la orden no fue hacia ninguna enfermera, sino hacia ella; debía seguir movilizándose hacia la farmacia local para adquirir un litro de suero.
Traté de conseguir una silla de ruedas, pero no había ninguna disponible; todas estaban siendo utilizadas por pacientes de edad avanzada que aún deambulaban por los pasillos del área de emergencias del hospital. Algunos trataban de dormir cubriendo su vulnerable cuerpo con frazadas muy delgadas. Otros reposaban moribundos mientras el suero demoraba en limpiar su sangre y los más desafortunados aún buscaban con quién atenderse.
Traté de conseguir una silla de ruedas, pero no había ninguna disponible; todas estaban siendo utilizadas por pacientes de edad avanzada que aún deambulaban por los pasillos del área de emergencias del hospital.
Al conseguir el suero pensé que lo único que bastaba para terminar su agónica travesía era inyectárselo. Sencillo: para eso había que acudir a alguna enfermera. Pero al llegar al área de procedimientos inyectables supimos que las sorpresas aún no terminarían y que la espera se prolongaría por mucho más.
Antes de su turno, había alrededor de veinte personas, unas más graves que otras, esperando ser atendidas por solo dos enfermeras que soportaban el motín general. No es que se encontrara en una situación que podía soportar más tiempo sin atención, pero el sufrimiento y tribulación de terceros minimizaba nuestra queja. Adultos retorciéndose de dolor en su propio lugar, ancianos mayores de ochenta años que increíblemente aguardaban por un turno en medio de una helada noche, cuerpos casi inconscientes trasladados en camillas hacia el mismo lugar de atención que ella necesitaba. Todo aquello hacía reevaluar la situación. Y la posibilidad de otorgar el turno a quien podría necesitarlo más no se hacía esquiva. Pero luego recordamos que ella también desfallecía.

Esperamos una hora y media más hasta ser atendidos finalmente por una enfermera. Instaló el suero dentro de sus venas y, según mis cálculos, quedaba esperar otra hora hasta que se vaciara el contenido.
– Ahora queda pasar por la sala de tomas de sangre para confirmar que los niveles de minerales en su cuerpo son adecuados –comentó la enfermera–. Luego de confirmar los resultados, debería recibir el alta médica –agregó–.
No quería ni imaginar lo que podría tardar eso, así que decidimos guardar nuestra indignación hasta que el encargado de las tomas confirmara el tiempo de espera estimada.
– Joven, puede recoger los resultados en dos horas aproximadamente –soltó la mala noticia sin anestesia–.
Al recibir las novedades, no pudimos más que lamentar nuestra suerte y el penoso destino de pacientes con diagnóstico mucho más severo. Al menos habíamos conseguido una silla de ruedas para dejar que el suero haga su trabajo, nos consolamos.
Nuestra visita que comenzó a las once de la noche y se prolongó hasta las cuatro de la madrugada, y la única respuesta que los doctores, enfermeras y técnicos daban ante la tardanza era que aún había que aguardar a nuestro turno, que “ahorita nos llamaban”.
En un momento de la madrugada, pasadas las tres, el escenario se tornó insoportable. El frío se colaba por todas las rendijas, y la dureza con que azotaba la sala y la comodidad de los pacientes era espeluznante. Ancianos tiritando en sillas de ruedas mientras trataban descansar bajo la cubierta de un abrigo insuficiente era la perspectiva del sórdido entorno. Asomé mi mirada al pasillo y encontré la puerta que da hacia la zona de estacionamiento de ambulancias parcialmente abierta. “Un descuido tonto”, pensé. Me dirigí a cerrarla, pero me encontré con una puerta rota, cortada a la mitad.
– Se rompió hace una semana. Ha venido un carpintero a arreglarla, pero parece que no ha hecho bien el trabajo –fue la respuesta que me dio el único miembro de seguridad que restaba en el área–.
El frío se colaba por todas las rendijas, y la dureza con que azotaba la sala y la comodidad de los pacientes era espeluznante. Ancianos tiritando en sillas de ruedas mientras trataban descansar bajo la cubierta de un abrigo insuficiente
Dieron las cinco de la mañana y los doctores aún no se pronunciaban sobre los resultados sanguíneos y los de otras diez personas. Se armó un tumulto y un sujeto comenzó a vociferar ante el jefe de guardias de seguridad porque, al acercarse al área de tópico para enfrentar a los médicos por la exagerada demora, se encontró con un cuarto totalmente abandonado: los médicos habían aprovechado nuestra distracción, producto del cansancio, para marcharse luego de terminado su turno. El jefe de seguridad no tuvo más remedio que decirnos la verdad: “Los médicos vuelven en una hora, lo siento muchísimo”.
La indignación fue total. Los gritos saltaron y comenzó a buscarse cabezas a quien culpar. Por fortuna, y gracias al escándalo que el grupo de pacientes y compañía protagonizó, un solo médico se acercó al área para comenzar a entregar los resultados de la toma sanguínea.
– Sus resultados son normales. Ahora debe tomar estas pastillas para evitar los vómitos. Eso sería todo –dijo–.
Eran las cinco y treinta de la mañana y estábamos totalmente fatigados como para refutar un diagnóstico simplón y una atención paupérrima. Supimos que, por el momento, habíamos tenido más suerte que otros. De seguro había quienes aún les tocaban esperar varias horas más para recibir otra alternativa de curación.
Una semana después, a esas mismas horas, la señora Yolanda Velásquez Carrión, madre de la excongresista Ana Jara, fue víctima de ese servicio público nefasto,
Una semana después, a esas mismas horas, la señora Yolanda Velásquez Carrión, madre de la excongresista Ana Jara, fue víctima de ese servicio público nefasto, en que los doctores se retiran en medio de la operación, dos enfermeras se encargan de atender a treinta pacientes a la vez, las sillas de ruedas son escasas, las puertas de salida están partidas por la mitad, los pacientes deambulan moribundos por los pasillos, los resultados sanguíneos demoran tres horas en salir, las incertidumbres y los atropellos son el pan de cada día y el vínculo entre la vida y la muerte depende de un ticket de espera.