Escribe Manuel Cadenas Mujica

Como era previsible, los defensores del seudoliberalismo han emprendido ya una contracampaña para desestimar los recientes casos en que se ha revelado que diversos productos de consumo masivo no son lo que dicen ser en sus etiquetas.

Desde los días de Pura Vida hasta las recientes horas de Sublime, diversas voces como la del Franco Giuffra, o la propia editorial del Decano, han invocado la libertad de empresa para defender a las corporaciones que han realizado estas prácticas.

En sus razonamientos, cuando el Estado realiza alguna acción de regulación en ese sentido, está atropellando el derecho de estas industrias a vender lo que les plazca, siempre y cuando cumplan con las formalidades de la ley.

El Minagri, por ejemplo, estaría atribuyéndose la función de elegir por el consumidor lo que este debe o no comprar al señalar que se está preparando un reglamento para establecer estándares más estrictos respecto del chocolate peruano.

Eso, según los defensores del seudoliberalismo, resultaría una medida controlista, de sesgo socialista, que buscaría instalar de nuevo en el espacio económico peruano viejos parámetros sobre precios o márgenes de ganancia que solo corresponden al empresario.

Pues bien, en términos teóricos es posible que tales voces parezcan tener razón. No obstante subsiste de fondo un error de interpretación que revela un sesgo más bien mercantilista en esta defensa cerrada, pues olvidan que los pequeños empresarios también son capitalistas.

¿Están pidiendo los chocolateros, por ejemplo, que se establezcan precios mínimos o máximos para determinados productos en la nueva reglamentación? No. Lo que solicitan es que las cosas se llamen por su nombre, pues de lo contrario se establece competencia desleal.

La competencia desleal es una situación de inequidad en el mercado que surge precisamente porque no se pueden aplicar las leyes del libre mercado, debido a que un sector con posición dominante pervierte esas reglas mediante el contubernio con el Estado.

En la teoría liberal, el Estado debe asumir una posición arbitral y eliminar todo impedimento a la libre competencia para la gran o pequeña empresa. La libre competencia solo es posible en un escenario en que ninguna goza de privilegios o accesos que la otra no.

Cuando una empresa ha conseguido movilizar la normativa o los permisos de tal manera que se permita llamar bajo un nombre a un producto que no reúne las características para serlo, entonces ha conseguido una posición de privilegio. No es un libre competidor.

Solo competiría en igualdad de condiciones si el consumidor puede saber que lo que produce y vende no es tal. Si después de sincerarlo, en esas condiciones de igualdad de oportunidad, el consumidor decide por razones de precio o por tradición, entonces sí hay libre mercado.

Porque cuando hablamos de este concepto no solo involucramos a los competidores, sino también a los consumidores. Ellos también forman parte de esta ecuación y merecen la oportunidad de conocer a fondo la oferta que tienen al frente, y no que se les venda gato por liebre.

El seudoliberalismo no quiere información clara, no desea que allane el terreno para una competencia pareja. Por eso no se le puede llamar liberal. En realidad es el viejo mercantilismo camuflado bajo el disfraz del libremercado.

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