Por Daniel Salas / Profesor a tiempo completo de la PUCP
Todo grupo sectario refuerza la fidelidad y el sometimiento de los miembros de la secta recurriendo a ciertos rituales, cuya finalidad es minimizar al individuo y hacerlo sentir miserable, diminuto, impotente, frente al grupo. Normalmente, es un ejercicio en la forma de sociodrama de autoinculpación, en el que el individuo tiene que confesar aquellas impurezas que le quedan de su vida anterior, es decir, de su ser antes de unirse a la secta.
El feminismo hegemónico ha desarrollado uno de esos ejercicios y lo llama “deconstrucción de la masculinidad” o “deconstrucción de la feminidad”. No se asusten por la palabra “deconstrucción”. No quiere decir nada interesante. Es una palabra tomada de la teoría crítica de Jacques Derrida pero no tiene nada que ver con su deconstruccionismo. Se escoge esa palabra con el fin de impresionar a los profanos pero es tan vacua como el uso de “ontológico” en la expresión “coaching ontológico”.
El feminismo hegemónico ha desarrollado uno de esos ejercicios y lo llama “deconstrucción de la masculinidad” o “deconstrucción de la feminidad”.
La “deconstrucción de la masculinidad” posee los mismos presupuestos que la confesión. Cuando estaba en el colegio, el sacerdote nos demandaba un autoexamen para forzarnos a declarar nuestros pecados, que de todas maneras tenían que existir, así no los viéramos. No podías responder que no eras pecador porque eso significaba que estabas sometido a la soberbia del Demonio. Los niños ya éramos pecadores de todas maneras. Ese ejercicio servía para hacernos sentir culpables y miserables frente al grupo y al líder. Quien no admitía una culpabilidad esencial, inherente a su ser, era diabólico, anormal y despreciable.
Dicho ejercicio también se parece a los actos de autoinculpación y “autocrítica” que se realizaban en los grupos extremistas de izquierda. Por ejemplo, en el senderismo o en las épocas estalinistas. El individuo debía buscar en el fondo de su conciencia su culpabilidad, los restos de su espíritu burgués que no habían sido todavía purgados por el fuego de la militancia.
Dicho ejercicio también se parece a los actos de autoinculpación y “autocrítica” que se realizaban en los grupos extremistas de izquierda.
Yo pasé por esa perversa forma de extorsión emocional durante mi pubertad y juré no volver a someterme a ese tipo de ejercicios enfermizos.
Renunciar a la cultura de la culpa, negarse a ser sometido por el colectivo, no significa dejar de ser autocrítico. Es exactamente al revés. La persona autocrítica no solamente sabe que siempre tiene algo que mejorar. Además, sabe que el grupo, el colectivo, el partido, la organización, no tienen por qué definir su identidad. La persona autocrítica es amable e igualitaria. Trata a los demás tomando como medida la regla de oro: como espera que la traten a ella misma. Su sentido de justicia no depende de una ilusa pureza ni de rituales de purificación, sino de la fortaleza de su razón y de sus convicciones. No se angustia por la imperfección porque la perfección es un asunto de ángeles, no de seres humanos.
La persona autocrítica no solamente sabe que siempre tiene algo que mejorar. Además, sabe que el grupo, el colectivo, el partido, la organización, no tienen por qué definir su identidad.
La persona libre, autónoma y autocrítica no está buscando la aprobación del colectivo, sino de su propia conciencia.
No hay necesidad de deconstruir la masculinidad. Sobre todo porque “deconstruir” es un verbo que solo se puede aplicar a textos, no a individuos, no a personas. Hay que actuar éticamente y eso significa tratar a los demás y a uno mismo, como seres humanos, no como ángeles ni como demonios. Es tan simple como eso. El pensamiento recto es parsimonioso.
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