Se recordará que hace cuatro años, la periodista Mary Sáenz protagonizó uno de los pasajes más tristes de la administración pública en temas de discapacidad, cuando un funcionario de Sunat la avergonzó públicamente, obligándola a mostrar su audífono para comprobar que es sorda, porque al personaje en cuestión le pareció que no podía serlo si lo estaba “escuchando” perfectamente: ella en realidad le estaba leyendo los labios. Pues lo que nunca imaginamos es que volvería a vivir una situación parecida pero esta vez en el propio Instituto Nacional de Rehabilitación, específicamente con uno de los más eminentes especialistas del rubro.

Parece increíble que eso haya sucedido en una institución cuya labor consiste en atender a las personas con alguna discapacidad, motora o sensorial. Pero eso solo demuestra que en el Perú, la ignorancia, desdén e indolencia acerca de esta difícil condición que viven muchos de nuestros compatriotas está más arraigada de lo que se suele aceptar.
–LECCIONES QUE ESCUCHAR–
La llamada sordera, hipoacusia o discapacidad auditiva, por ejemplo, suele ser muy malentendida. No se considera que es de varios tipos, que se presenta en distintas edades y que se atiende, por tanto, de distintas maneras.
Los llamados “sordomudos” no lo son porque hayan nacido sin audición y sin habla, sino porque la falta de audición les ha impedido discriminar sonidos para imitarlos, que es en buena cuenta lo que conocemos como “aprender a hablar”. Por eso se le llama “sordera prelocutiva”; este niño quizás pueda aprender la lengua oral si califica (por su tipo de pérdida auditiva y sus potenciales evocados) y obtiene un implante coclear. Si no, de seguro se valdrá por el lenguaje de señas y será un “signante”.
Pero existe otro gran grupo de personas con hipoacusia (discriminación auditiva disminuida, puede ser leve, moderada, severa y profunda) que vivieron con normalidad auditiva durante un periodo de su vida y por distintas razones (accidentes, infecciones, enfermedades degenerativas, edad, entre otras) perdieron la audición después de haber aprendido a hablar. Tendrán una “sordera poslocutiva” y se valdrán de audífonos, de la lectura de labios (labiolectores) o, si califican también, de un implante coclear.

En el primer grupo, a menos que se obtenga esta tecnología (muy cara y solo accesible en los sistemas públicos a través de EsSalud, pero exclusivamente para niños, que deben mantenerse en listas de espera que suelen tardar muchos años… con suerte), la mayor parte de los sordos solo acceden a la educación básica especial, y como la educación técnica o universitaria en el Perú no ha contemplado sistemas inclusivos para ellos, suelen estancarse en ese grado elemental de formación, lo que limita enormemente sus aspiraciones y su calidad de vida.
El segundo grupo es diferente: dependiendo de la edad del paciente, muchos ven truncada su vida académica y profesional, e incluso personal, por esta discapacidad. La sociedad peruana no está preparada para atenderlo. Como hemos dicho, la posibilidad de acceder a los implantes cocleares es muy lejana e imposible en los sistemas de salud pública. Los audífonos especiales cuestan miles de dólares y duran unos pocos años. Para algunos sordos –como el caso de Mary Sáenz, labiolectora–, ya solo sirven para la orientación y muy poco para la discriminación auditiva.
A todo ello se suma que, cuanto menos en las grandes ciudades, la contaminación sonora es tan grande que les provoca problemas de salud colaterales. Porque algo que tampoco se comprende es que la sordera no consiste en no recibir sonidos, sino en la discapacidad o incapacidad de discriminarlos. El sonido del ambiente igual ingresa y les afecta, en mayor grado incluso porque no cuentan con los filtros que los normoyentes tenemos. Pero eso, a los sordos labiolectores no hay que hablarles más fuerte ni gritar, sino de manera más lenta, modulada y vocalizada.
Las bocinas, alarmas, volúmenes en supermercados y restaurantes, todo eso les afecta con dolores de cabeza y tinittus (acúfenos, pitidos interiores, como cuando se va a un concierto o se sube a un avión) permanente. Y ya sabemos qué sucede si alguien, en algún establecimiento, pide bajar el volumen porque la persona es sorda: “¡Pero si no escucha, qué tanto le afecta!”, es la actitud. Otros que tocan el claxon o piden permiso a pie y se enojan si no hay respuesta: “Oye, sordo, deja pasar”, llegan a decir.
A lo cual se suma que ni cines ni canales de televisión locales (e incluso ni iglesias) tienen la delicadeza de usar subtitulado y mucho menos “Closed Caption” en sus programas en vivo (como hace la televisión norteamericana: basta instalar una aplicación gratuita de voz a texto de los muchos que existen para aplicarlo). Inclusive los proveedores de televisión por cable “olvidan” habilitar la opción de subtitulado en los canales extranjeros y colocan toda la programación con doblaje en español, pese a que las cadenas cuentan con ese servicio. Para ellos, no existen sordos.

¿Qué opciones tienen los sordos en el Perú? La Ley de la Persona con Discapacidad señala el camino: inscribirse en el Conadis. La pregunta es para qué. Entre los beneficios reales se cuentan tener un permiso para estacionar en los lugares correspondientes (muy útil para personas con discapacidad motora… que tengan auto), tener una credencial que da facilidades en trámites, gozar de pasajes gratuitos en el transporte público y tramitar una pensión por discapacidad (si tiene AFP). En resumen, nada que lo integre a la sociedad y le dé igualdad de oportunidades para valerse por sí mismo.
Eso es un reflejo de la noción que tiene nuestra sociedad: que la persona con discapacidad es un ser lastimero mendigando beneficios.
–CUANDO EL DOCTOR ES EL SORDO–
Por esa razón, lo que ocurrió el jueves 1 de marzo en el Instituto Nacional de Rehabilitación, más allá de una desagradable experiencia personal, es el crudo testimonio de cuán arraigada se encuentra esa noción no solo entre los peruanos de a pie, sino incluso en algunos profesionales médicos de nuestro país. Y digo algunos porque en todos los años que Mary Sáenz lleva con esta discapacidad, hay muchos más que han demostrado todo lo contrario. Que esta sea entonces una alerta de lo que jamás debe volver a ocurrir en nuestro sistema de salud público, y tampoco en el privado.
Hace diez días iniciamos los trámites para obtener el certificado de discapacidad e iniciar la inscripción en el Conadis. Las evaluaciones médicas particulares no tienen validez oficial. Este preámbulo ya presentó dificultades: en la atención telefónica del Hospital María Auxiliadora –que figuraba en el Minsa como uno de los que podían tomar las pruebas y extender el certificado– responden que no pueden dar información, que el paciente debe acercarse físicamente. Hubo que interponer queja para saber que ahí no hacen los exámenes auditivos, que se debía recurrir al INR de Chorrillos.
Es una linda infraestructura la del Instituto Nacional de Rehabilitación Dra. Adriana Rebaza Flores Amistad Perú—Japón: claro, fue una donación japonesa, que lleva al Perú años luz en la materia. En el Tópico 2 verificaron la necesidad de atención por las razones expuestas y documentadas médicamente, y luego en el Módulo 1 validaron la cita. Sería el 1 de marzo, a las 7 am. Atendería el doctor Roberto Jaime Alen Ayca, en el departamento de Comunicación (Lenguaje). Al fin iniciaría el camino hacia una certificación que al menos permita evitar momentos desagradables de incredulidad ajena. Mary Sáenz debió ser convencida, porque las malas experiencias marcan.
El voucher de atención decía “Hora: 7.00 am”. Y advertía: “Llegar con 30 minutos de anticipación a la cita. Paciente que no asista o llegue tarde perderá su cita y el pago realizado”. La paciente (sorda) estuvo a las 6.30. Luce pulcro el INR, anchos pasadizos, moderna disposición. Pero a esa hora no hay una sola alma. Novatos, imaginamos que bastaría con esperar un momento para entregar la tarjeta y esperar turno. A las 7:19 hago el primer posteo en FB, con fotos: “Cita a las 7.00 am. En punto, dijeron en el Instituto Nacional de Rehabilitación (INR). Debe venir media hora antes, dice el voucher. Aquí desde 6.30. Son 7:19. Y ni un fantasma”. Con fotos.
A las 7.30 en la única oficina abierta, una terapista informa que el personal administrativo llega a las 8, pero que el doctor suele estar temprano. Al tocar la puerta del consultorio del doctor Alen, nadie responde. Son las 7:40. En el módulo de atención principal, una señorita muy amable hace una llamada, recomienda ir al área porque el doctor debe estar ahí. Para ese momento (7:45), ha regresado la técnica y preguntó a Mary Sáenz si su atención era por SIS (Seguro Integral de Salud). Responde que no, que se ha pagado la atención. “Ah, entonces debe ser eso”, le dice, “ya la van a llamar”.
A los minutos, aparece el doctor Alen. Llama por su apellido a la paciente. “¿Sáenz”, pregunta. No nos hemos terminado de sentar cuando pregunta a la paciente (sorda) para qué ha venido. Cruzamos miradas extrañadas: ¿no nos habían preguntado ya eso en el Tópico, cuando solicitamos la consulta, y presentamos los exámenes? En fin, serán los protocolos, coincidimos telepáticamente. Pero estamos algo molestos: son las 8 de la mañana. Hemos esperado una hora y media.
Mary Sáenz, la paciente, le explica que ha sufrido hipoacusia desde niña, que desde los veinte años empezó a perder la audición severamente, que ya la habían intervenido por eso en EsSalud cuando contaba con seguro, y que ahora usa audífonos porque no escucha nada, que solo le sirven para orientarse porque ya no discrimina. El doctor Alen, lápiz en mano, anota en un formulario. Casi sin levantar la mirada, sin modular la voz, sin vocalizar, continúa el interrogatorio.
“¿Grado de instrucción?”. Mary voltea para que yo le retransmita la pregunta. El doctor no hace el menor esfuerzo por dejarse entender. “Superior técnica”. El doctor levanta una ceja. ¿Será porque se ha preguntado interiormente que cómo una persona verdaderamente sorda ha logrado eso? Siguiente pregunta: en qué trabaja. “Trabajo en periodismo”, señala Mary, editora de LYG Disfruta Hoy desde hace cinco años, directora adjunta de la Semana del Chilcano, jefe de informaciones de Tiempo Real, ducha en social media. “¿Pero, cómo va a ser periodista si solo tiene educación superior técnica?”, esboza una sonrisa. Entonces intervengo.
– La señora tiene un grado en educación superior técnica en administración y tiene 15 años de experiencia en ese sector, pero hace 6 años que se dedica al periodismo, y usted ha preguntado en qué trabaja —intento explicar.
– Ya, ya, ya… —hace un gesto de fastidio. ¡No es periodista, entonces!, porque esta es información oficial. Y con instrucción superior técnica no puede ser periodista —insiste.
– Usted ha preguntado en qué trabaja, no cuál es su grado académico, que ya le referí. Además, hay periodistas con educación superior técnica, de institutos, como los que salen del que yo enseño, ISIL.
– Ya, ya, ya, no vamos a discutir eso, usted está queriendo hacer problemas. No es periodista pondré —sentencia.
– Oiga, doctor, usted podría ser más empático, ¿no? Un poco más amable. La verdad sí estamos fastidiados porque hemos esperado más de una hora para la atención. Pero no voy a continuar, lo dejaré hacer su trabajo.
–CON LA SANGRE EN LA OREJA–
Quien escribe había visto por el rabillo del ojo a Mary. Estaba desencajada. ¿No se supone que se encuentra ante un especialista en la condición que la aqueja, empapado de las incomodidades que suelen rodear a la discapacidad auditiva, que debía atenderla con el interés y delicadeza que eso supone? Lo comprendí, así que decidí no intervenir más, solo ayudarla con las respuestas.
Pero, al parecer, el doctor Roberto Alen Ayca lo había tomado distinto. Continuó la sesión de preguntas con nula disposición a dejarse entender por la paciente (sorda). Las preguntas pronunciadas con displicencia. ¿Qué garantía podía haber de que el examen reflejase la condición de Mary Sáenz? ¿Acaso no se estaba repitiendo la historia en Sunat, presumiéndose que la señora no es tan sorda como dice ser?
Mientras el doctor Alen Ayca anotaba, yo iba tratando de leer desde la hoja al revés cuáles eran los ítems que él iba llenando de información, qué iba refiriendo sobre Mary Sáenz. Alcancé a entender muy poco, en verdad, pero seguí con el esfuerzo, estirando la vista lo más que se podía. De pronto, el doctor saltó de su asiento. “¿Qué estás mirando? Estás tratando de leer, de ver lo que pongo, lo que hago, ¿no?”. Así, tuteando.
Por un momento quedé perplejo. “¿Qué me dice, doctor?”. Pero me repuse.
– Claro que estoy tratando de leer, ver qué temas se están tratando, eso es todo. ¿Cuál es el problema con informarme, doctor?
– Tú no puedes leer lo que yo estoy escribiendo, qué pretendes, estás cuestionando, estás ahí fisgando, desde que has entrado estás haciendo problemas. Si sigues así, vas a perjudicar a tu esposa.
– ¿Me está amenazando? –pedí precisiones.
– Yo no más te digo.
Entonces se sentó, tomó las hojas de su informe y empezó a llenarlas sin corroborar la información con la paciente (sorda). Por eso tomé mi smartphone y empecé a grabarlo. Se reía y negaba haber amenazado.
Seguía llenando la hoja como si fuese un mero trámite, ponía su firma, estampaba su sello. Ante la cámara, y una enfermera o doctora que había ingresado, disimuló su actitud, aunque seguía negando la amenaza. Como para acabar la “atención”, se dirigió a Mary Sáenz: “Ya, ya, ya… en resumen ¿qué es lo que deseas?”. A la paciente (sorda).
Fue entonces que me enteré de lo que no había visto, ofuscado. “¡Cómo qué es lo que quiero! ¡He venido a que me atiendan, no a que me maltraten, y yo no sé qué clase de informe va a ser ese después de su amenaza! Además, usted me ha quitado los audífonos agresivamente, me ha hecho doler”, le increpaba la paciente.
Después de saltar de su asiento, el doctor Alen Ayca había pasado a examinar a Mary Sáenz. Bruscamente había hecho su cabeza hacia un lado para revisarle el oído derecho, introdujo el otoscopio con fuerza sin percatarse ni preguntar: una de las respuestas de la paciente habría sido –si al médico le hubiera interesado– que tenía el oído inflamado. Con la misma brusquedad había puesto hacia el otro lado la cabeza para examinar el oído izquierdo. Sin avisarle, sin solicitarle que ella misma se lo retire (como en todas las consultas médicas que Mary Sáenz ha tenido) y sin el menor cuidado ni apagarlo para que no haga un pitido, tiró del audífono, se lo retiró de la oreja y lo lanzó al escritorio. Y luego de introducir el otoscopio con igual violencia, tomó el audífono y se lo colocó a la fuerza. Pudo, incluso, haber malogrado el aparato, cuyo valor bordea los dos mil dólares (uno de los más “baratos”).
Fue tan rápido y violento que no pude verlo. Pero a Mary Sáenz se le caían las lágrimas. “Nunca ningún doctor o técnico me ha tratado de esa manera, vámonos de aquí, no quiero volver nunca más”, lloraba. El doctor seguía dibujando una sonrisa en su rostro, aunque algo nerviosa ahora. Afuera, mientras explicábamos a la técnica qué había sucedido y yo terminaba de gritarle al doctor que era un mal profesional, ella nos respondía, susurrando: “Pero él es el mejor especialista, no hay otro aquí”.
–EL LIBRO DE RECLAMACIONES–
Ganas no faltaban de irnos. De alguna otra manera terminaríamos el trámite. Pero ¿deben quedarse así las cosas siempre? Me acerqué a la atenta señorita del módulo de informes y le pregunté con quién podía quejarme por un maltrato médico. Escuchó nuestra versión nerviosa y exaltada, y nos derivó con Karin Campos, encargada de atender los reclamos en primera instancia.
Con mucha amabilidad, Karin escuchó la historia. Su trabajo es intentar que las situaciones difíciles no avancen a peor. Apagar los incendios. Se comprende. Por eso, de alguna manera intentó atenuar la gravedad de la situación, quizás era un malentendido, estábamos molestos por la tardanza, el doctor debe preguntar a la paciente, a lo mejor se ha sentido intimidado de que yo haya estado mirando su informe, tal vez por eso no pudo concluir el documento y hacer las preguntas.
Pero no era el caso. Se lo explicamos: hay una diferencia entre no poder y no querer. De hecho, el doctor había concluido el informe, sin preguntar nada más, a la volada. ¿Qué validez podía tener ese documento? Además, ese no era el punto: había maltratado físicamente a la paciente, había puesto en duda su información, había mostrado una agresividad pasiva, había amenazado, conductas inconcebibles en un médico. ¿Con cuántos pacientes más no haría eso?
Después de consultar con el jefe del departamento, Karin volvió con la propuesta: nos canjearían la consulta y eso quedaría registrado en un formato de sugerencias. ¿Y el libro de reclamaciones? “Si se pone la queja ahí, ya se invalida la opción que les damos”, informó la funcionaria. Pero, en el interín, ya habíamos tomado una decisión.

“Pondremos la queja en el libro de reclamaciones”. Y así lo hicimos. “Y además voy a publicar al respecto, quisiera que lo sepan”, les dije. ¿Porque acaso tener un título universitario como médico da derecho a nadie de escarmentar una condición humana de por sí dolorosa, que se sobrelleva con toda la alegría de la que se puede echar mano, pero no sin los inconvenientes que ya hemos referido?

Luego la señorita Úrsula Elgegren, encargada del Gestión de Calidad, vino en persona a atendernos. Junto con Karin, removieron el instituto para lograr de alguna manera resarcir el mal momento. La nueva cita, con otra doctora, será el martes 6.
Eso sí, debíamos pagar la nueva consulta, porque ya habíamos ingresado a consultorio y la “atención” se había dado. Además, lo increíble: era muy posible que en algún momento de los exámenes y consultas nos volviese a tocar con el doctor Roberto Alen Ayca, porque es ¡el único especialista del Instituto en las evaluaciones auditivas! Claro, ingresaríamos con alguien para evitar cualquier inconveniente, aseguraron…
–CUÁNDO ESCUCHAREMOS DE VERDAD—
Ha sido una larga historia que nos devuelve a una realidad: los verdaderos sordos no son los que han perdido la capacidad auditiva. Los verdaderos sordos son los que no queremos escuchar. Los que vivimos encerrados en nuestra propia comodidad, solo hasta que nos sacude el dolor cercano. Yo mismo he sido un sordo funcional durante años: ojalá pueda seguir escuchando un poco más en adelante.
Pero ojalá el doctor Roberto Alen Ayca también consiga escuchar alguna vez. Ojalá consiga oír a sus pacientes más allá de su formulario, que no les tire de las orejas para mostrar su poder. Si no, ojalá que el Ministerio de Salud y SuSalud sean quienes escuchen la voz acongojada de los pacientes. Porque, al final del episodio, una fuente anónima nos comentaría: “Ya tiene antecedentes de quejas por lo mismo”. El que tenga oídos para oír, que oiga.