Escribe Manuel Cadenas Mujica
Los recientes casos de terribles violaciones a niños, incluso recién nacidos, pero también a adolescentes y mujeres en general, en una ola francamente brutal (diesiete mil casos en menos de un año) que, incluso, ha generado un hashtag muy polémico, han vuelto a poner sobre el tapete el asunto de la pena de muerte.
Aunque parezca inútil discutirlo, porque el Estado peruano adoptó hace décadas ciertos estándares internacionales que lo obligan a excluirlo de su legislación, se vuelve a considerar la necesidad de aplicarla en casos tan extremos porque, pasado tanto tiempo, el modelo de administración de justicia vigente no parece solucionar nada, sino empeorarlo.
Quienes rechazan la pena de muerte y recuerdan al Perú compromisos internacionales como el Pacto de San José –entre ellos, aunque resulte paradójico, los propios impulsores del hashtag #perupaisdevioladores– señalan que está demostrado que la pena de muerte no soluciona nada ni resulta intimidatoria para los delincuentes, entre ellos los violadores.
“Estadísticamente se ha demostrado que no soluciona la criminalidad”, dice el presidente del PJ. Asimismo, que en un país con un sistema de justicia ostensiblemente ineficaz, su aplicación podría devenir en crasos errores, imposibles de subsanar.

Sobre lo primero es importante señalar que se trata de un criterio doblemente cuestionable.
Por un lado, debido a que la perspectiva jurídica que asume un carácter correctivo y no punitivo adolece de un prejuicio ideológico de base: pensar que el hecho delictivo en sí mismo no es el problema, sino solo el síntoma, que se debe atacar. Vincula así la responsabilidad individual con la responsabilidad social, con lo cual termina diluyendo la primera y provocando una reacción contraria por parte de la sociedad, que no encuentra reflejado el sentido más elemental de justicia en esta racionalización extrema de la conducta delictiva.
En otras palabras, muchos no nos tragamos la supuestamente noble idea de ser corresponsables con el perpetrador de crímenes horrendos como el de la violación de un niño recién nacido, noción que subyace en esta postura, y que por eso le debamos ninguna consideración que atenúe la necesidad de simplemente pagar por sus delitos, se regenere o no.
Por otro lado, este criterio parece considerar muy selectivamente los aportes de las ciencias de la conducta. Porque de acuerdo con lo que ya se conoce desde hace por lo menos un par de décadas, las psicopatías que impulsan la comisión de la mayoría de estos delitos espantosos no indican ninguna condición mental que libre de plena responsabilidad a los sujetos que los cometen: no son enajenados, como torpemente señalan algunas autoridades, entre ellas el propio presidente PPK. Y lo que es peor: difícilmente se regeneran porque no sienten culpa real ni empatía con sus víctimas.
De modo que importan poco o nada las doctrinas de regeneración y rehabilitación social del reo en estos casos, así como los efectos disuasivos que pueda tener aplicar la pena de muerte a tales sujetos, puesto que correspondería aplicarla por un criterio netamente punitivo, sin considerar ningún otro factor “utilitario”.
Sobre lo segundo sí toca una reflexión más calmada: efectivamente, la administración de justicia peruana es tan deficiente que cabe la muy alta posibilidad de que se termine aplicando la pena de muerte a personas inocentes, lo cual sería tan lamentable como el crimen por el que se les acusa. En estos casos no es posible minimizar la gravedad de que esto pueda ocurrir, ni por asomo deslizar algún atenuante que sugiera siquiera la teoría del efecto colateral.
Visto de este modo, aunque no se renuncie a los fueros del Pacto de San José por lo engorroso que resultaría políticamente, es necesaria una modificación de los criterios que sirven de base a nuestra legislación y considerar un endurecimiento de las penas, incluyendo la cadena perpetua para el homicidio calificado simple y para más situaciones que comporten un daño permanente a las personas, como estas violaciones, haya o no muerte por medio.
De ese modo se pueden corregir los excesos de doctrinas demasiado contemplativas con el crimen, que ya nos perjudicaron durante demasiado tiempo, y se recupera para la sociedad un sentido de justicia que esta reclama, con razón, perdido.
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