Tendríamos que ser muy caraduras los peruanos para lanzar la primera piedra en lo que a trabajo e inmigración se trata, como ha propuesto el congresista Apaza. En realidad, tendríamos que ser muy caraduras los seres humanos para plantearnos cualquier clase de restricción en lo que se refiere al derecho de habitar en la porción del planeta que se nos viene en gana. La historia de la humanidad y del progreso es la historia de las migraciones, que se han producido desde que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso y tuvieron que buscarse el propio.
Inquilinos del globo terráqueo, las nacionalidades no son otra cosa que el cariño que se forja en la relación del hombre con un territorio. En ese sentido, los nacionalismos devienen en mecanismos de defensa frente a lo desconocido. Pero lo desconocido, se ha demostrado a lo largo de la historia, es lo cotidiano. Y así el mestizaje es motor de la humanidad que va forjando nuevas formas de comprometerse con el planeta desde el aquí y ahora. Verlo de otro modo ha sido el germen de delirios y genocidios.

Nadie pretende con esto negar el valor de los pueblos originarios. Pero, ¿quién puede detener el reloj del tiempo o quién conoce la hora exacta de cada cuál? Que sepamos, fueron las migraciones las que crearon en sucesión los reinos del Antiguo Perú, y desde el Altiplano los quechuas habrían de tomar la posta, como último estadío de desarrollo milenario, a chavines y chancas y tallanes y moches y chinchas y huancas, y un largo etcétera. Colombianos y venezolanos fueron los padres de la Patria, ayacuchos como el papá de Miguel Grau, que vino de la Gran Colombia a forjar la independencia peruana y se quedó en estas tierras.
Así es como de la fundición de nacionalidades surgieron los Estados Unidos de Norteamérica y la Rusia de hoy, la Argentina acogedora y el Brasil cosmopolita. Un día se sale, otro se regresa. Un día somos los errantes de Latinoamérica, desperdigados por el norte y sur del continente, por Europa y Asia. Peruanos que pensaron en volver y peruanos que no volvieron nunca, y contribuyeron a la humanidad de tierras lejanas. ¿Cerraremos las puertas y el corazón a nuestros congéneres de cualquier nacionalidad que vienen aquí por la razón que sea? ¿Tan necios seremos?

Eso sí, la mínima educación demanda respeto mutuo. Se llega a la casa ajena con responsabilidad, con la mejor disposición de aprender y entregar, de recibir y dar. Se acomide el visitante. Se somete a las leyes de convivencia. No exige privilegios que no tengan los locales. Tampoco abusa de la confianza. No medra ni defrauda. Critica con mesura y no compara. Y el local acoge y reflexiona, sopesa el valor de lo propio, despierta su celo no para mezquinar, sino para agradecer con nuevos ojos lo que significa ser peruano.
Hoy que Venezuela, país hermano, ve a sus hijos partir para buscar refugio frente al régimen tiránico y cruel del chavista Nicolás Maduro, los peruanos debemos renunciar a cualquier pretensión nacionalista. No se trata por cierto de demandar cuotas mínimas de empleo para el inmigrante ni prácticas proteccionistas para el local cuando ya existen cuotas máximas en la legislación vigente. Ambas medidas serían absurdas y redundantes. La libertad es el mejor consejero. La competencia el mejor acicate. Mientras sigamos siendo inquilinos de este globo celeste, que el cariño por el suelo que nos vio nacer nunca ciegue el recuerdo de que nada en realidad nos pertenece.
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