¿Cuándo y por qué se convoca a una asamblea constituyente? No existen –ni pueden existir– reglas al respecto, pero es claro que la función constituyente difiere de la función constitucional en que la primera precisamente constituye a la nación, mientras la segunda defiende y fortalece lo ya constituido.

Constituir a la nación es establecerla bajo un nuevo marco constitucional, darle partida de nacimiento con una nueva configuración, y esto no se puede realizar todos los años o cada vez que se le antoje a un ciudadano o un grupo de ciudadanos.

Esta conformación, además, puede ser completa o solo en parte. En ese sentido, desde la primera Carta Magna, pero sobre todo a partir de 1933 (en que se introducen los criterios de derecho constitucional “modernos”), la estructura y texto de nuestras constituciones han sido muy parecidos, solo han variado en precisiones que han surgido del contexto en que han nacido, las de 1979 y de 1993.

Esperar que la Constitución actual o cualquier otra incluya en sus términos alguna fórmula o requisito para convocar al poder constituyente es esperar peras del olmo. Es natural: lo constituido no puede contener lo constituyente, por razones de jerarquía.

Es natural: lo constituido no puede contener lo constituyente, por razones de jerarquía.

El poder constituyente es democracia cruda, pura y dura, sin anestesia ni intermediarios, que roza con la anarquía. Por esa misma razón, su existencia ha de ser breve, efímera, puntual, so riesgo de vivir en el limbo jurídico. Lo deseable para una sociedad, por tanto, es que se convoque a la muerte de un obispo, de preferencia una sola vez y nunca más.

El marco constitucional deriva de ese poder. Por tanto, no contiene ni puede contener procedimiento alguno para decretar su disolución, sino todo lo contrario: promueve su permanencia y establece mecanismos para las reformas constitucionales que hagan innecesario un nuevo corte del orden democrático establecido.

Por eso, todas las veces en que se ha instalado el poder constituyente en nuestra historia y la del mundo ha sido en condiciones de interrupción constitucional y hasta de revolución. Todo vuelve a fojas cero, la nación derriba lo constituido porque considera que ya no lo representa jurídicamente y que no cuenta con accesos a cambios reales en la Constitución, que el texto ha sido ilegitimado por la realidad.

todas las veces en que se ha instalado el poder constituyente en nuestra historia y la del mundo ha sido en condiciones de interrupción constitucional.

Para que hoy se proceda a cerrar el Parlamento y se convoque a una asamblea constituyente, se necesitaría, por tanto, de una condición: que alguien decida interrumpir el orden constitucional. Una decisión política que asuma todos los riesgos y pague todas las facturas, como hizo Morales Bermúdez cuando debió dejar voluntariamente el poder “revolucionario” en 1980, como le tocó pagar a Fujimori y sus seguidores desde que abandonaron el poder Ejecutivo (y fueron abandonados por él) el año 2000.

Los manifestantes quemaron una camioneta policial. El uso de la violencia para imponerse no caracteriza a la democracia.

Porque si bien cabe la posibilidad de que el fruto de la interrupción democrática sea beneficioso para el país en el mediano plazo (aunque eso nunca está garantizado, sino miremos a Venezuela), en el corto, quien le ponga ese cascabel al gato tendrá que asumir la condición de golpista sí o sí.

No puede presumir de demócrata quien interrumpe el orden constitucional con la justificación o pretexto de que la situación no da para más y que se requiere convocar al poder constituyente; menos aún si lo hace en democracia, pese a que el marco constitucional tiene mecanismos para efectuar reformas.

No puede presumir de demócrata quien interrumpe el orden constitucional con la justificación o pretexto de que la situación no da para más y que se requiere convocar al poder constituyente

Algunos piensan que se requiere mucho valor, otros que se necesita mucha ambición política para asumir ese papel en la historia. Lo cierto es que no se puede hacer tortillas sin romper los huevos, como intentan las hordas extremistas a quienes interesa un rábano el orden constituyente o constitucional, sino poner al país en vilo para pescar en río revuelto. Tienen la frescura de llamarse demócratas.

Porque la verdad es que el sistema actual ha permitido durante mucho tiempo la posibilidad de participar en la vida pública mediante la organización política independiente e intentar la función parlamentaria, pero ha triunfado la desidia e indiferencia. ¿De qué nos quejamos entonces, si somos los que eludimos la función pública y emitimos el voto?

Por eso, aunque nos pese, el Parlamento actual solo es el reflejo de la conciencia política de la propia ciudadanía, de la que brillan por ausentes sus mejores exponentes, quiénes si se animasen a participar de la representación nacional podrían haber mostrado la apostura y voluntad suficientes para realizar las reformas y autorreformas que devuelvan al Congreso su prestancia.

Quien no esté dispuesto a romper los huevos de la Constitución para preparar la tortilla constituyente, entonces, solo debe esperar las siguientes elecciones y competir para dejar fuera de juego a quienes hoy avergüenzan la institución democrática. Caso contrario, que renuncien a la hipocresía de llamarse “demócratas” y de rasgarse las vestiduras ante quienes rompieron alguna vez, aquí y en el mundo, el orden constitucional.

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