Que la renuncia de PPK verdaderamente sirva para algo al Perú

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La renuncia de Pedro Pablo Kuczynski a la Presidencia del Perú abre paso a una nueva etapa en el actual proceso político. Produce una cierta sensación de alivio, pero no se excluyen por eso los sentimientos encontrados por lo que significa para el país ser testigo de otro capítulo vergonzoso, lamentable, trágico en su historia reciente.

 

Porque se puede recomponer el Ejecutivo, y el Legislativo puede sentirse satisfecho, pero a la Nación le costará, nuevamente, mucho esfuerzo y tiempo superar la decepción de una clase política que expone su pobreza moral a toda pantalla. Una cosa es suponer o leer los niveles de corrupción a los que pueden llegar sus autoridades; otra muy distinta ver y oír su miseria, su descaro, su desvergüenza, su traición.

 

Nos seguiremos engañando como ciudadanos si cedemos a la ilusión que produce el cumplimiento de las formalidades democráticas, en caso el vicepresidente y virtual presidente de la República Martín Vizcarra asuma el cargo y el desafío de completar este periodo presidencial hasta 2021. Lo cierto es que este capítulo tiene un alcance mucho mayor.

Si la estrategia de los sectores políticos involucrados consiste en contener esta crisis circunscribiéndola a la figura de Pedro Pablo Kuczynski y su fracaso como gobernante, habremos aprendido poco o nada. Peor aún si se le considera en modo alguno un “triunfo”.

No debemos perder de vista que el contexto de este desenlace es el de una corrupción tan profunda y arraigada que, de acuerdo con todo lo que sabemos, alcanza todas las tiendas políticas y todos los niveles de gobierno: parecería que Manuel Gonzales Prada estuviese vivo y acuñase recién su famosa frase, que “el Perú es un organismo enfermo; donde se pone el dedo, brota el pus”.

En efecto: grupos de izquierdas y derechas; partidos y movimientos nacionales, regionales, provinciales o distritales; funcionarios del Ejecutivo, Parlamento, Poder Judicial, organismos reguladores, instituciones tutelares de la Nación: todas las instancias públicas salpicadas o zambullidas de cuerpo entero en esta miasma que convierte al Estado en botín, a la esperanza de un pueblo en su condena.

Por lo tanto, la renuncia de PPK ha de ser asumida como la admisión del fracaso de un sistema político y todos sus actores. Ninguna señal de alegría o triunfalismo debe asomarse al rostro de los actores en esta tragedia. La menor sombra de suficiencia. La renuncia de PPK, imperfecta y llena de excusas como ha sido, simboliza perfectamente ese fracaso general.

No obstante, la desesperanza es una carta que el Perú no puede aceptar. Miles de años como nación que ha superado los vaivenes de culturas superpuestas y amalgamadas, las asperezas del mestizaje que no acaba, el sinsentido de una mentalidad colonial que no se abandona, la inmadurez de una república caníbal de espaldas a los peruanos. Nada de eso ha sido obstáculo para que este terco pueblo al que pertenecemos se mantenga erguido y esperanzado.

Una nueva etapa empieza en el proceso político reciente y ha de considerar las razones que empujaron a el desenlace de un gobierno que debe abdicar empujado por las circunstancias.

Como sostuvimos aquí en Tiempo Real desde que se planteó el primer proceso de vacancia, con la anuencia de juristas politizados –a diferencia de los verdaderamente académicos– se estaba tergiversando una figura constitucional como es la “incapacidad moral permanente” para convertirla en un cajón de sastre bajo el pretexto de ser una figura “política”.

Lo mismo ha venido ocurriendo con otros aspectos constitucionales como el cercenamiento de derechos de los congresistas que renuncian a sus bancadas, la manipulación de la ley electoral para favorecer a los partidos nacionales con representación congresal en desmedro de la democracia vecinal, y últimamente la clandestina reforma constitucional vía Reglamento de las prerrogativas presidenciales respecto de la cuestión de confianza que podría derivar en el cierre del Parlamento.

Las falacias con que se ha sostenido estas aberraciones, hasta hacerlas verdad a punta de repetirlas, revelan el escaso respeto que despiertan en la clase política actual los principios democráticos consagrados en la Carta Magna. Y descubren que no existen controles políticos verdaderos que puedan salvar al país cuando mayorías voraces como la que hoy gobierna el Congreso deciden ponerlo nuevamente en zozobra.

El mensaje a la Nación se produjo a las 2.30 de la tarde.

¿O acaso piensa el fujimorismo de Keiko Fujimori que los videos y audios presentados por el congresista Mamani bajo la tutela de Daniel Salaverry lo dejan bien parado ante los ojos de la Nación, que no revelan también mucho sobre la entraña de esta agrupación política?

Una nueva etapa política demanda, por tanto, cambios radicales en las reglas de juego. Si a Martín Vizcarra lo convoca y anima una verdadera vocación histórica y no simplemente los ofrecimientos de cohabitación en el poder por parte del actual Parlamento, sabrá plantear las reformas que se requieren específicamente en materia de control político.

La convocatoria a una Asamblea Constituyente que reemplace al actual Congreso de la República, para reformar la Constitución en ese ámbito, aclarando y optimizando por ejemplo los mecanismos de vacancia y destitución en términos claros que no admitan interpretaciones antojadizas, lo mismo que estableciendo dinámicas modernas y prácticas en la relación del Ejecutivo y el Parlamento, y medidas como la renovación por tercios de la representación nacional, la no reelección, restricciones a la inmunidad parlamentaria en el nuevo contexto de una sociedad de información y a la liberalidad presupuestal, entre otras.

Y terminada esta necesaria reforma constitucional extraordinaria –porque es claro que el actual Parlamento no querrá ceder un palmo en las prerrogativas que han propiciado este desequilibrio político–, convocar a nuevas elecciones generales, bajo los términos de un escenario distinto, más transparente, más previsor.

Que la sensación de alivio que produce la renuncia de PPK, en medio de un clima de tensiones que han paralizado el país, no sea un sedante que nos introduzca en el mundo onírico de la ilusión, al pensar que “muerto el perro se acabó la rabia”. El mal ha hecho metástasis en el organismo nacional y hay que extirparlo de cuajo.

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