Desde que Aristóteles –tan citado recientemente– realizó su clasificación de las falacias, ha sido muy útil para la Ética y para la Política reconocerlas con rapidez. Se trata de razonamientos con apariencia de verdad solamente, pues al analizarse sus premisas y argumentos, queda revelada la falsedad de sus conclusiones.

 

Así, es fácilmente identificable y demostrable una falacia que circula en estos días de marchas por cualquier cosa: como desde Fujimori todos los presidentes que nos han gobernado bajo el actual modelo político–económico han sido involucrados en actos de corrupción, incluso el actual mandatario, entonces, hay que cambiar el actual modelo político–económico, porque es el germen de esa corrupción.

Ya quisieran los seguidores de las izquierdas marxistas que esto fuera cierto, porque es la única manera en que se les abrirían ventanas de oportunidades electorales que más bien se les van cerrando en la mayor parte del mundo debido a la ineficacia de su modelo político–económico, que ha llevado a la debacle a cada país que lo aplicó.

Pero no es cierto. Y la demostración más simple y evidente es que la corrupción ha prosperado igual en los escenarios más liberales que en los más socialistas.

Tanto que el origen del escándalo Odebrecht nace en un país gobernado por el Partido de los Trabajadores de Lula da Silva, líder izquierdista.

la demostración más simple y evidente es que la corrupción ha prosperado igual en los escenarios más liberales que en los más socialistas.

Tanto que las ramificaciones alcanzaron a la exalcaldesa de Lima Susana Villarán, llevada al sillón municipal por un conglomerado de izquierda, que apoyó el No a su revocatoria y que ahora quiere zafar el cuerpo para pasar camaleónicamente a la orilla de los fiscalizadores.

Tanto que el gobierno nacionalista de Ollanta Humala, trepado al poder con los votos y apoyo de la izquierda, y sostenido por esta en su primer tramo (cuando Humala comprobó su ineficiencia), resultó uno de los más comprometidos con los dineros de la corrupción no solo de Odebrecht y OAS, sino con el que llegó desde la Venezuela de Chávez.

Tanto que, en ambos casos, el hilo conductor es el mismo: la asesoría de Luiz Favre, el publicista favorito de Lula da Silva y el Partido de los Trabajadores.

Esos botones de muestra son suficientes para descartar la gruesa falacia. La corrupción no es exclusiva de los países que, como el Perú, han asumido cierta liberalización de sus economías, sino todo lo contrario: prospera más mientras mayor intervención estatal exista. Dicho de otro modo, los niveles de corrupción de una sociedad son directamente proporcionales a los niveles en que el Estado interviene como juez y parte.

Se suele citar a los Estados Unidos como un modelo de economía liberal corrupta, pero ese es un craso error de apreciación, porque el intervencionismo estatal ha sido tan profundo y extendido en los últimos ochenta años que hace mucho tiempo dejó de ser el país liberal de sus orígenes para pasar a una economía mercantilista en que prevalecen los intereses de los grandes consorcios. Estatismo y corrupción caminan de la mano.

El caso peruano es distinto, pero el resultado es parecido. Aquí la liberalización tuvo un fuerte impulso a inicios de los años noventa, pero las profundas raíces estatistas y mercantilistas de nuestra sociedad –que gobiernan la economía peruana desde la Colonia– han ralentizado el proceso. Aún así, los beneficios se han dejado sentir, aunque algo diluidos.

los niveles de corrupción de una sociedad son directamente proporcionales a los niveles en que el Estado interviene como juez y parte.

Es natural: la intervención del Estado es la que siempre termina estableciendo privilegios para unos en detrimento de otros; bajo el pretexto de “regular, equilibrar, distribuir” desestabiliza las dinámicas del mercado y no precisamente a favor de la pequeña iniciativa privada o de los consumidores, sino todo lo contrario: fortaleciendo a los grandes en sus posiciones de ventaja.

Y es que el rol del Estado no debería consistir en entrar al juego para ordenarlo, porque es ahí cuando desarrolla intereses ajenos al bien público: su único papel debe ser el de árbitro, no el de jugador. Fortaleciendo ese rol podría ejercer todas las facultades de ley para evitar la trampa, el juego sucio, la coima, el monopolio, la competencia desleal.

En otras palabras, para evitar la corrupción.

Sectores de izquierda pretenden identificar corrupción con neoliberalismo en su discurso. (Foto: El Comercio)

Por eso, ¿en qué sentido un modelo que propone, por el contrario, una mayor intervención estatal, como el que ofrecen las izquierdas, sería la solución para un mal como la corrupción que es alentado precisamente por el mercantilismo y su aliado el estatismo? Es equivalente a combatir un incendio con gasolina.

Pero, por increíble que parezca, ese es el humo que la izquierda de Glave, Huilca, Mendoza y Arana vende hoy a los inexpertos. Como ayer, su estrategia sigue siendo capitalizar el descontento más agudo de algunos sectores de la población para convencerlo de su falacia: el modelo “neoliberal” es el culpable.

No importa que ese modelo precisamente –llamado neoliberal, cuando en realidad es mercantilista, pues implica solo una pequeña dosis de liberalización económica, que ya resulta insuficiente– sea el que logró sacar al país del estancamiento dramático al que nos condujeron los cantos de sirena estatistas de las recetas desarrollistas y socialistas aplicadas a la economía peruana desde fines de la década de los años sesenta.

Las mismas recetas que, repetidas veces, en todas las sociedades en las que han sido aplicadas, solo han generado inflación, desigualdad, mercados negros, corrupción, clientelismo político, pobreza, atraso, destrucción de las fuerzas productoras de la iniciativa privada.

A otro perro con ese hueso. Nadie negará el derecho de los ciudadanos a expresar, con marchas y protestas, su disconformidad y rechazo a las conductas y decisiones políticas de sus gobernantes. Inclusive a cuestionar su permanencia en los cargos para los cuales fueron elegidos, aunque un país democrático está llamado a respetar sus instituciones, procedimientos y reglas de juego previamente establecidas. Y la propiedad pública y privada.

Lo que el Perú necesita no es más estatismo: he ahí la falacia. Lo que necesitamos es más liberalismo. La pequeña dosis nos ha quedado corta.

Pero una cosa muy distinta es utilizar las legítimas protestas, y hasta el dolor de algunas familias que fueron afectadas por la conducta ilegal de un sector de las Fuerzas Armadas en la década de los noventa, usarlas como pantalla para insistir en una agenda política trasnochada.

Lo que el Perú necesita no es más estatismo: he ahí la falacia. Lo que necesitamos es más liberalismo. La pequeña dosis nos ha quedado corta.

Se necesita profundizar los cambios liberales para que cada ciudadano pueda acceder a una mejor infraestructura y mejores servicios, se tope con menos obstáculos para emprender y prosperar, cuente con mejores y más transparentes mecanismos para hacer valer sus derechos políticos y como consumidor, tenga más seguridad y una administración de justicia realmente justa: es decir, rápida, técnica y ajena a los poderes económicos y políticos.

Eso no es más Estado. Eso es un Estado pequeño pero honesto y eficiente. Lo demás, lo sabemos poner nosotros con nuestro trabajo.

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