Dirán que es ficción, pero ya sabemos que la realidad suele superar a la imaginación más fértil: lo que viene ocurriendo con las imbricaciones del caso Lava Jato en el Perú se parece cada día más a la trama de la serie El Mecanismo.
Concebida como una recreación libre del escándalo de corrupción brasileño, con implicaciones en toda América Latina, la serie de Netflix propone que este cáncer está enraizado en nuestras sociedades desde inicios de las repúblicas, pero que en las últimas tres o cuatro décadas –desde las dictaduras militares de los años 70– ha ido adquiriendo una sofisticación sin precedentes que ha involucrado a toda la clase política sin distinción.
El Mecanismo se toma, en efecto, algunas libertades respecto de la historia real de la operación Lava Jato, pero no altera en sustancia la trama de los acontecimientos ni, principalmente, lo que ha ido revelando acerca de la corrupción “en democracia”: que la clase dominante (política, empresarial, mediática) opera desde una cúspide de cinismo realmente escalofriante.
El nombre de la serie hace alusión a una metodología desarrollada y afinada para llevar a niveles nunca antes vistos aquella sentencia que resumía en el siglo XIX el modo de subsistencia de las clases criollas: “Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”. La frase, que se atribuye a diferentes autores mexicanos y brasileños, alude obviamente al presupuesto de la república, al erario. Será un iluso y un fracasado quien pretenda sustraerse de los fondos públicos: el verdadero negocio está allí.
No es fortuito que el mecanismo para enriquecerse a expensas de los contribuyentes haya tomado vuelo mayor en las recientes décadas, que coinciden con la aplicación del mal llamado “modelo neoliberal”, puesto que en realidad se trata nada más que del viejo modelo mercantilista virreinal mediante el cual el Estado dispensaba privilegios a sus socios comerciales en uso de sus atribuciones monopólicas.
En ese sentido, como previera el poeta satírico José Joaquín Larriva, el advenimiento de la república fue apenas un “cambiar mocos por babas”. Las clases criollas no pretendieron nunca modificar gran cosa un modelo que les funcionaba tan bien; tan solo dirigirlo y adaptarlo a las formas republicanas y “democráticas”, cediendo a ciertos ajustes periódicamente para no desentonar del concierto mundial “progresista”.
Diversas propuestas socialistas a principios del siglo XX pretendieron modificar radicalmente las reglas de juego y abrirlo a la participación de las clases marginadas. No obstante, sus propuestas adolecían de los mismos males: estatismo y elitismo. Por eso, sin que sea en modo alguno inesperado como algunos creen ingenuamente, para el siglo XXI nos encontramos con los diversos socialismos haciendo perfecto match con el viejo mecanismo, ahora sofisticado.
Eso explica que la corrupción haya alcanzado todo el espectro político de izquierda a derecha en el escenario latinoamericano.
El Estado como mercancía, con redes mafiosas que caminan en paralelo, pero que convergen allí donde el dinero fluye a torrentes; con personajes que se repiten en el escenario político, gremial e institucional, aunque los gobiernos cambien; con énfasis en las obras públicas y jamás en la educación, porque eso además de no dar plata, resulta peligroso y subversivo; con un aparato represor que mediante el sistema tributario, judicial, policial y regulador se asegura de que el pequeño capitalismo, el que podría significar por fin el surgimiento de una burguesía nacional próspera y sólida, no consiga emerger y significar un peligro para los grandes intereses económicos.
Como en la serie, somos testigos día a día de las estrategias políticas y mediáticas que las mafias enquistadas en el poder político y económico despliegan para distraer y confundir a los ciudadanos. La negación rotunda que permita ganar tiempo; la teoría de las cuerdas separadas (una mano no sabía lo que hacía la otra); los “especialistas” y operadores desperdigados en medios y redes para minimizar impactos y desacreditar al sistema anticorrupción; la entrega de peones de la trama para “evitar la hemorragia”; las confesiones “sinceras” de última hora: todo idéntico, al calco, tan previsible.
Pero hay otro sentido en que la realidad podría superar a la ficción. El Mecanismo trasunta una atmósfera pesimista, fatalista; mientras que la implacable revelación de las oscuridades de la corrupción precedería a una tenue luz optimista al final del túnel. Ojalá estas comprobaciones no conduzcan a la desesperanza, sino al ejercicio de una ciudadanía responsable y consciente, que inaugure una nueva etapa en la emancipación todavía pendiente de nuestros pueblos.
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