Por principio, creo en el perdón y en la reconciliación. Creo incluso que ambos beneficios pueden y deben otorgarse de motu propio, por iniciativa del agraviado e incluso sin que el agresor participe, porque el perdón y la reconciliación benefician principalmente a la víctima, la liberan de una esclavitud que produce incluso más dolor que la agresión sufrida: el deseo de revancha. Pero también por principio creo que eso no significa obligatoriamente que el agraviado se sienta o se crea obligado a devolver al agresor la confianza, prerrogativas o estatus y mucho menos que este se sienta o crea en condiciones de exigirlo.
Sin tocar el asunto judicial que la ha llevado a solicitar una tregua, Keiko Fujimori y su bancada ha agraviado al país en los dos últimos años. No son los únicos, por cierto; las demás agrupaciones y líderes políticos también cargan con sus propias responsabilidades. Pero es importante esclarecer en este caso en qué ha consistido el agravio que el fujimorismo ha infligido al país desde 2016 y que, al parecer, no termina de comprender y aceptar por lo que se desprende de los términos con que la lideresa naranja se ha dirigido al país.
Casi la mitad del país decidió soberanamente otorgarle su confianza. No le alcanzó para la conducción presidencial, pero sí para una abrumadora mayoría parlamentaria. Propios y ajenos leyeron esa decisión como una búsqueda de equilibrio de poderes que podría resultar altamente beneficioso para el Perú, de cara al bicentenario patrio, si ambos poderes emprendían el camino del diálogo y el consenso. Pero no ocurrió así: desde su primer discurso, Keiko Fujimori y su bancada creyeron haber recibido un cheque en blanco y declararon la guerra unilateralmente. Impondrían su agenda al precio que fuera.
Y así lo hicieron. Formalidades más, formalidades menos, fue evidente su afán obstruccionista. No sé trató de un asunto de formas, por tanto, sino de fondo. Su errónea lectura del mandato parlamentario recibido les hizo creer en la existencia de un electorado fujimorista duro, al que debían alimentar hasta 2021 con demostraciones de poder y autoridad propias, y de ineficacia y debilidad ajenas. Mientras más torpes mostrasen a los demás, principalmente al Gobierno, más claro quedaría que eran la única opción para gobernar el país, pensaron.

“Borrachitos de poder” -como diría tan gráficamente Isaac Humala sobre su nuera-, hicieron caso omiso a cuánta señal de advertencia se les presentó en el camino. Estaban decididos a aplicar su Blitzkrieg y demostrar su poderío. Ni las encuestas -que algo avisan- ni el ánimo en redes sociales -que bastante representan- significaron nada para ellos. Se trataba nada más que de “campañas caviares”.
Poco a poco, a golpe de prepotencia en sus interpretaciones auténticas vía reglamentos y leyes dictadas entre gallos y medianoche, montonerismo, pechajes, imposturas y avasallamientos, se fueron granjeando el rechazo de amplios sectores. A ello se sumó el permanente blindaje de sus integrantes cada vez que se les descubría una inconsistencia o falta en sus hojas de vida o su conducta congresal. Hasta quienes no se consideran antifujimoristas empezaron a disentir.
Pero si algo los desnudó públicamente fue el proceso que llevó a la renuncia del expresidente PPK. Nunca terminaron de comprender que al margen de las posibles implicaciones que se pudieron establecer entre Kuczynski y la corrupción de Odebrecht, mientras más buscaron hundir al mandatario, el costo político se fue elevando más y más para ellos. Si creyeron haber hundido a PPK, como lo hicieron, lo lograron atándose la soga ellos mismos al cuello para ahogarse juntos. La trama Mamani, liderada por el actual presidente de Parlamento Daniel Salaverry, fue un flashback demasiado real de los peores años del montesinismo.
“Desde su primer discurso, Keiko Fujimori y su bancada creyeron haber recibido un cheque en blanco y declararon la guerra unilateralmente”.
Por eso es que al intentar replicar los mismos métodos con Martín Vizcarra, cuyo estilo político puede no gustar pero es eficaz en al menos un asunto: estar vacunado contra los amedrentamientos, la crisis se ha precipitado. Eso quedó sellado con el resultado electoral del 7 de octubre: el “voto duro” fujimorista era solo una ficción política.
En la política, como en la vida, los gestos y la percepción son tanto o más importantes en el corto plazo que cualquier razón o discurso. Además, bien reza el proverbio bíblico: “Quien siembra vientos, cosecha tempestades”. Si los gestos del fujimorismo, tras su victoria parlamentaria de 2016, hubiesen transmitido moderación, madurez, interés por el país, el favor colectivo lo habría agradecido con una percepción positiva. Pero, todo lo contrario, la tienda naranja prefirió la confrontación y ahora lo está pagando.
En eso consiste el agravio: haber defraudado la confianza del país. A PPK le costó la renuncia. También intentó evitar el desenlace con un tibio mea culpa, pero no lo consiguió. ¿Qué pensaba el fujimorismo que le iba a suceder si seguía el mismo derrotero de necedad política? Si en su momento hubiese atendido las voces de sus propios electores –aquellos que decidieron darle una nueva oportunidad en las urnas después de todos sus antecedentes– demandándoles conducirse a la altura de las circunstancias, la disposición del ánimo sería otra. Sobre todo en estos momentos de duros reveses. Ahora, ya es bastante tarde.
Keiko Fujimori lo sabe, y por eso ha ofrecido este discurso invocando la paz. Pero lo hace en términos todavía desubicados. Sí: es necesario el perdón y la reconciliación, pero eso no significará –por lo menos de momento– un borrón y cuenta nueva político, menos todavía judicial. Es cierto, conviene al país apaciguarse y las demás tiendas partidarias también realizar su propia penitencia, pero no corresponde a esta Keiko Fujimori acorralada por las circunstancias creer que le corresponde tomar el liderazgo en esa tarea.
Si de veras ha hecho un acto de contrición política tras la amarga experiencia de la prisión preliminar, y ha reconocido los graves errores cometidos desde julio de 2016, eso se verá con el tiempo y se reflejará en sus decisiones y las de su partido. Por sus frutos los conoceréis. Si es solo un acto desesperado, un maquillaje de último minuto, un intento de manipulación de la sensibilidad popular con miras a ganar tiempo, también se verá en los hechos, aunque desde ya no parecen muy confiables las disculpas que mencionan la responsabilidad de los otros ni aquellos en que se apela a la victimización. No puede el árbol malo dar frutos buenos.
Perdón y reconciliación, sí. Paz, también. Diálogo, cómo no. Pero que no sirva de coartada a nadie.