El indulto que ha otorgado el presidente Pedro Pablo Kuczynski es y será siempre polémico, porque se trata de un tema sobre el cual la opinión pública está dividida, no en dos sino en varias posiciones, que confluyen en algunos puntos y se enfrentan en otros. Sin embargo, el telón de fondo respecto de esta diversidad de pareceres es uno: la memoria histórica. Quienes proponen marchas e invocan a los organismos de justicia supranacional intervenir para que se anule el indulto, y quienes proponen que se dé vuelta a la página hacia una “reconciliación”, parecen olvidar que –sobre todo en algunas materias– es necesario evitar al máximo la memoria selectiva, aunque esta nos resulte natural como seres humanos.
Ya las instituciones del periodismo norteamericano, en sus códigos éticos, han admitido hace un par de décadas el hecho incontrovertible de que en lo que respecta a la realidad reciente o relativamente reciente, la objetividad es una aspiración noble, aunque inalcanzable, y la han eliminado de sus obligaciones. Lo propio la búsqueda de la verdad, a la que no se debe renunciar jamás, pero en el entendido de que lo que se puede conseguir es veracidad, para lo cual es indispensable ser todo lo escrupulosos que se pueda.
No quiere decir con esto que no se deba buscar verdad y objetividad; esta reflexión habla más bien sobre la necesidad de una mayor humildad a la hora de enfrentarse a los hechos. Lo contrario acaba en una terrible simplificación que impulsa estados de ánimo permanentemente exacerbados y fomenta la irracionalidad a la hora de tomar decisiones. Tampoco estamos hablando de un relativismo ético y moral. Señalamos que, en general, mientras más cercanos, los hechos, más difícil considerarlos con objetividad. Y que algunos, por su propio carácter, no calzan en moldes estrictos.
Por supuesto habrá siempre quienes prefieren plantearlo todo en blanco y negro, sin admitir zonas grises. Habrá siempre quienes, al menor atisbo de lo que consideran tibieza, lanzarán toda clase de improperios a los que proponen mesura; los llamarán “topos”, les dirán cómplices, les arrimarán el mass media y el social media enteros para sepultar las voces disidentes. La verdad única se convierte así en una posverdad impuesta con prepotencia. El librepensamiento solo será admitido si es para pensar como ellos quieren.

Quienes se oponen al indulto a Alberto Fujimori objetan su validez y oportunidad. Sobre la validez, relativizan la prerrogativa presidencial del indulto, lo subordinan a una serie de reglas que se han establecido no para acotar la atribución constitucional (en cuyo texto no se establece la necesidad de reglamentar nada), sino para asistirla. También citan las dos leyes relativas a los casos en que se establecen exclusiones a este derecho del mandatario, pese a que la institución presidencial si lo quisiese podría interponer demanda de inconstitucionalidad, y a que el marco de tales leyes es el del crimen organizado.
Asimismo, ya han mencionado los expertos en la materia internacional que lo que la CIDH impugna acerca de los delitos imputados a Alberto Fujimori es el otorgamiento de cualquier amnistía que implique el desconocimiento de la responsabilidad penal, figura que no está incluida en el indulto y la gracia presidencial, pues si bien liberan del cumplimiento de la pena, no así de la culpabilidad ya declarada por un tribunal de justicia.
En ese aspecto, quienes se oponen al indulto y hablan de acortar el mandato presidencial de Pedro Pablo Kuczysnki, encabezados por las congresistas Marisa Glave e Indira Huilca entre otros personajes de la izquierda política y mediática peruana, solo quieren ver un lado de la balanza. ¿O es que acaso solo corresponde indignarse cuando la gracia presidencial recae en Alberto Fujimori, pero no cuando le ha tocado ese beneficio a sentenciados por delitos de terrorismo como Gerardo Saravia, quien en 2001 fue indultado por el régimen de Valentín Paniagua debido a un cuadro de diabetes, y ahora trabaja con normalidad en el Instituto de Defensa Legal (IDL); o a Alberto Escobar Cervantes, por gastritis, entre varios otros? ¿Por qué no convocan a una marcha para pedir a la CIDH que reviertan esos beneficios?

En otras palabras, ¿es más delincuente Alberto Fujimori que alguno de estos dos terroristas? Hay quienes contestarán que sí, pero ese será –como hemos señalado– un criterio relacionado con lo político, con lo subjetivo, no con lo judicial. Les es necesario adoptar una mayor consistencia en su argumentación. De lo contrario, no pasará de un maniqueísmo manipulador.
Sin olvidar que, además, en cuanto a la oportunidad, resulta otro tremendo contrasentido vociferar contra el sentido netamente político del indulto humanitario otorgado a Fujimori, fruto de una negociación también política, con base en una prerrogativa presidencial intrínsecamente política; cuando en el debate sobre la vacancia presidencial por incapacidad moral permanente se estableció con mucho menos sustento jurídico el carácter político de la decisión, sin que ninguno de estos congresistas intentase refutarlo. Es más: fue completamente política la decisión de Glave, Huila & Cía de abandonar el hemiciclo y favorecer a PPK con sus abstenciones. ¿O seguirán pretendiendo que cuando es una decisión de la izquierda o del llamado “caviarismo” hay que medirla con otra vara?

Pero, del otro lado, tampoco es tan simple como tender un manto de olvido sobre una etapa de la vida nacional que significó un enorme costo para el país en materia de institucionalidad, legalidad y moralidad, y sobre todo en vidas humanas. A estas horas es inútil ya el debate sobre si los alcances de la responsabilidad de Fujimori son solo políticos o también penales en lo que a los crímenes que se cometieron durante su mandato se refiere. Primero, porque la justicia peruana ha sancionado su autoría mediata, se acepte o no. Y segundo, porque el indulto ha cancelado por duplicado toda opción de revisar jurídica o políticamente esta sanción penal.
En otras palabras: si Fujimori ha aceptado el indulto por parte del jefe de Estado, aunque hasta el fin de sus días su conciencia le gritase interiormente “¡Soy inocente!”, deberá aceptar también su sentencia condonada, con todas sus connotaciones, y pedir perdón expreso a sus víctimas. No por sus deslices, errores o por haberlos defraudado, sino por los crímenes cometidos. Aunque no hayan hecho lo mismo todos los terroristas excarcelados, aunque ni Glave o Huilca hayan reclamado lo mismo con Garrido Lecca o cualquiera de ellos; el presidente Fujimori, en su momento, representó al Estado peruano y como tal debe afrontar esta disculpa pública, así como también el rechazo y negativa de quienes declaran que “ni olvido ni perdón”. Es parte del precio.
Pero ¿y quién pide perdón por los miles de policías y militares y autoridades locales y dirigentes comunales asesinados por Sendero Luminoso o el MRTA, congresistas Glave o Huilca? ¿Ustedes lo harán? Porque la memoria histórica solo nos sirve en estos casos si no es selectiva, si no se concentra no más en el adversario político.
A menos que, como se sospecha, la agenda de esta izquierda siga siendo otra y los derechos del prójimo nada más un pretexto para incendiar de nuevo la pradera y alcanzar los verdaderos objetivos.