Por el camino de competir sobre quién miente más o quién puede justificar mejor sus mentiras, el clima político ha vuelto a crisparse, por si en algún momento se produjo el armisticio, y no fue solamente una tregua forzada. ¿Qué podemos esperar de aquí al fin del gobierno? ¿Una repetición interminable del mismo belicoso libreto? ¿Alguien saldrá ganando?
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A Daniel Salaverry le duró muy poco la compostura, ha puesto nuevamente a tope los decibeles en el Parlamento, sobre todo después que su lideresa vio la oportunidad de dejar mal parado al presidente Martín Vizcarra con una infidencia mayúscula.
Por su lado, el primer mandatario ha salido más respondón de lo que en la mayoría fujimorista esperaba, y después del cachiporrazo del 28 de julio con que la dejó aturulada, ha reiterado su desacato a cualquier pretensión de doblegarle la cerviz bajo la presión de las circunstancias en que tomó el mando de la Nación.
Los pronósticos del tiempo en adelante no son los mejores. No asoman en el horizonte visos de que amainen los temporales cuando menos hasta el momento electoral de 2021, sino todo lo contrario: tienden a arreciar con la mirada puesta en esa fecha, pues el fujimorismo ha apostado desde el primer momento por la confrontación como supuesta estrategia para mantener lo que ellos consideran su “voto duro”.

Cualquier componenda, creen, debilitará el impulso que los llevó a centímetros de Palacio de Gobierno en 2016. Tienen la convicción de que casi el cincuenta por ciento del país respalda sus políticas, sus conductas, sus posturas. No consideran siquiera la posibilidad de que cualquier baja en las encuestas de popularidad signifiquen otra cosa que una eventualidad en el peor de los casos, porque lo más probable –según ellos– es que se trate de sondeos manipulados y tendenciosos desde el caviarismo, su enemigo mortal.
Confían ciegamente en que el peruano promedio es desmemoriado, falto de todo criterio en materia política, y que frente a los temores de vivir un venezuelazo hiperinflacionario y de desempleo, o de un rebrote senderista, mansamente le entregarán el voto que en algún momento confiaron a su fundador.
Desde luego, aunque en un ejercicio de suprema benevolencia alguien se propusiese hacerlo recapacitar, el partido Fuerza Popular difícilmente podrá desprenderse de esta ficción política que es su razón de ser.
“(Los fujimoristas) confían ciegamente en que el peruano promedio es desmemoriado, falto de todo criterio en materia política”.
Vive sumergido en ella, lee la realidad a través de este espejismo, se complace de las deducciones e inferencias que obtiene de contemplarlo colectivamente, toma decisiones a partir de esta ilusión, le hipoteca su juego político de corto plazo (las elecciones de octubre, por ejemplo). Alentados por cierto conservadurismo literario y periodístico, transita diariamente en una galería de espejos que retroalimentan su imaginario.
Voto duro realmente duro en el Perú solo hubo dos en el último siglo, que yo recuerde: el del APRA de Víctor Raúl Haya de la Torre y el de Alberto Fujimori, salvando las evidentes distancias y abismos. Pero, así como el “sólido norte” se fue diluyendo en su momento a fuerza de desilusiones políticas, también el legado albertista va abandonando a su hija rápidamente.
La Keiko Fujimori que perdió la presidencia por cincuenta mil votos no es, definitivamente, la misma que ventila entretelones políticos a cuya reserva empeñó palabra y honor. Desde su discurso de mala perdedora, las señales que ha ofrecido al país no son como ella supone las de una opositora firme y responsable, sino las de una oponente que ha digerido mal la derrota, atrapada en su capricho, dispuesta a pagar cualquier precio por él.
Y hacerlo pagar a su propio hermano y padre, y –¿por qué no?– hasta a sus seguidores: en plena campaña electoral por los gobiernos regionales y municipales (que cualquier político con dos dedos de frente consideraría un peldaño importante en su carrera hacia el premio mayor), en lugar de remar en la misma dirección de sus candidatos les impone su necesidad de atraer flashes y cámaras, los condena al segundo y tercer plano, a un reparto sin ningún brillo ni posibilidad de destacar.
Embelesados por el mismo espejismo, el cálculo de los fujimoristas sobre la maleabilidad política de Martín Vizcarra ha errado con una imprecisión tan grande que los ha obligado a medidas desesperadas y extremas. Como el descarado entendimiento con el fiscal Pedro Chávarry, disfrazado de institucionalismo, pero impregnado de prepotencia e impunidad. Como, inclusive, la invocación al fantasma de una nueva vacancia presidencial.
“La Keiko Fujimori que perdió la presidencia por cincuenta mil votos no es, definitivamente, la misma que ventila entretelones políticos a cuya reserva empeñó palabra y honor”.
Vizcarra parece facilón, pero no lo es. Lo ha demostrado desde los días en que puso de rodillas a la Southern. Tranquilo se dejó arrastrar al cadalso en el caso Chinchero, supo esperar en el destierro dorado en Canadá, no mostró sus cartas durante los procesos de vacancia, resistió las presiones suicidas del propio Kuczinsky y Mercedes Aráoz, tranquilo surfeó hasta Palacio.
La paciencia parece su virtud, no le teme al cuerpo a cuerpo y todo indica que asume que no tiene nada que perder, y nada más peligroso que eso. Se le puede cuestionar su aparente parsimonia y desidia, autora de equivocaciones ajenas; se le puede enrostrar populismo a su confianza en el apoyo de las calles antes que en los arreglos a puertas cerradas –ya se ve que las reuniones con Keiko fueron un quiebre a la torera–. Se le pueden atribuir las argucias al asesor argentino. Pero lo que no se puede negar es que salió más arisco de lo esperado.
Bien decía Sun Tzu, cuatro siglos antes de Cristo, en su El arte de la guerra: “Si conoces al enemigo y te conoces a ti mismo, no temas el resultado de cien batallas; si te conoces a ti mismo, pero no conoces al enemigo, por cada batalla ganada perderás otra; si no conoces al enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla”.
Subestimar al adversario –como eso de competir por quién miente más o se excusa mejor– es el camino más seguro hacia la derrota. El fujimorismo debería saberlo. Fue precisamente lo a que otro provinciano, su congresista Moisés Mamani, le permitió obligar al gringo PPK a que renuncie.
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